El silencio tiene un color. El de esta noche era negro.
La luna nueva no tenía rostro. Quizás por eso fue esa noche. Cuando la oscuridad es total, ya no se distingue lo correcto de lo necesario.
Sibylla me esperaba junto a las escaleras, con los brazos cruzados y una capa que le quedaba grande.
—No me mires así —susurré.
—¿Así cómo? ¿Como si te estuviera acompañando al infierno por una idea absurda?
—Exactamente así —intenté sonreír, pero el pecho me dolía.
Ella bufó y me empujó la capucha sobre el rostro.
Sibylla y yo nos colamos por el pasadizo del ala oeste, respirando tan bajo que casi nos ahogábamos con nosotras mismas.
Horas antes, habíamos escuchado sin querer —como siempre— detrás de los muros del consejo.
—"Hacedlo sufrir" —había dicho mi padre con la voz tranquila, como si hablara de un cerdo—. "Que escuche a sus dioses suplicar por él. Si el rey del Norte valora a su hijo, se postrará. Y si no... nos dará un buen espectáculo."
Sus ministros rieron.
Yo vomité en silencio detrás de las cortinas, y Sibylla me sostuvo el cabello, pálida como el mármol.
—Estás loca —me dijo más tarde, ya en nuestra alcoba—. Y si piensas que voy a ayudarte... estás en lo correcto. Solo porque al ser reina, mi vida dejará de ser divertida. Pero sigo pensando que es una estupidez monumental.
—Gracias —le susurré, con una sonrisa rota—. Siempre tan alentadora.
La llave chirrió cuando la giré. Las puertas de la torre de castigo cedieron con un crujido agónico.
Caelan estaba allí. Encadenado. Sangre seca en el rostro. Pero no había perdido ni una pizca de esa dignidad insoportable que tanto me fascinaba...
Estaba herido.
Y aun así, al verme, se irguió como si llevara una corona invisible.
—¿Una visión? —murmuró en su idioma—. ¿Vienes a matarme?
—A evitarlo. Pero tienes que cooperar si... —le respondí, temblando.
—Silencio —espetó Sibylla, que comenzó a forzar la cerradura. Él la observó, confuso.
—Ella es más intimidante que los torturadores —murmuró Caelan mientras me acercaba.
—¿Qué dijo el tarzán? —mi hermana me miró con una ceja alzada.
—Eeeeh... que le agradas, y que te agradece —respondí de inmediato.
—Yo no dije eso —reprochó Caelan, con suerte de que Sibylla no entendiera el idioma del Norte.
Cuando los grilletes cayeron al suelo, no corrió. Se quedó quieto. Me miró.
—¿Por qué lo haces? —murmuró.
—Porque no quiero más sangre —hablé mirándolo a los ojos. Ya no era por él. Era por mi pueblo, por el reino de mi hermana, y por la paz que ansío escuchar.
Le di mi anillo. Él me sostuvo la mirada. Ese azul de tormenta casi me rompió.
Sostuvo mi mano, pero no tomó mi obsequio. Me jaló, atrapándome en sus brazos, para besarme.
Temblorosos. Como si el mundo se deshiciera bajo nuestros pies. Porque se deshacía. Porque sabíamos que ese beso podría ser el primero... o el último.
Lo sentí como el filo de una daga. No era tierno. Era salvaje. Doloroso. Como si estuviéramos robándole tiempo al mundo.
—Volveré por ti. Lo prometo —dijo en mi idioma, tan claro y fuerte que mi hermano, donde estuviera, sería testigo.
—El pasillo está libre. No encontrarás a ningún guardia, y saltarás por la primera ventana que te dirija al arroyo.
Y luego corrió. Como un lobo herido que aún sabe cómo escapar de la jauría.
Sibylla y yo nos quedamos de pie, viendo cómo desaparecía entre las sombras.
—Espero que al menos bese mejor que hable —dijo ella, y yo reí... con lágrimas, sin poder pegar los ojos durante la noche.
Ninguna de las dos lo hicimos, hasta que, a minutos del alba, escuchamos a los soldados correr. El castillo retumbó con el caos. Los perros ladraban. Las campanas sonaban.
No corrimos.
Sabíamos a quién buscaban, y no me sorprendió cuando me mandaron a llamar.
La mano que me sujetó el brazo no fue amable. Me arrastraron como a una delincuente. Me llevaron frente a la corte. Sibylla y yo estábamos al fondo. Ella me sujetaba la mano tan fuerte que ya no sentía los dedos.
Mi padre estaba de pie. Majestuoso. Destrozado por dentro. Lo sabía. Pero su orgullo era más fuerte que su corazón.
—El prisionero ha huido —anunció—. Y me han dicho que vieron a mi hija menor entrar a los calabozos, sobornando a los guardias... y a la mañana siguiente ¡nuestra única garantía YA NO ESTABA!
Silencio.
Silencio que corta el aire.
—Selene... —su voz tiembla.
—Lo liberé.
Él me miró. Y vi el dolor. No, la desilusión. La decepción. Lo vi luchando contra sí mismo.
—Las leyes deben respetarse —dijo uno de los ancianos consejeros.
Los guardias se acercaron. Las palabras se clavaban más que las cadenas. Me esposaron. No me resistí.
Mi madre lloraba, conteniendo las pataletas de Sibylla, que gritaba pidiendo clemencia ante el arresto.
Yo solo alcé la vista.
—Antes de que el castigo se lleve a cabo... quiero una última cosa.
—¿Qué?
—Una oración.
—¿Una qué?
—En el idioma de Caelan.
El rey parpadeó.
Nadie entendió que la furia del rey no se debía solo a mi traición, sino al idioma en que la reafirmaba.
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Editado: 13.04.2025