Prodigium

Primera parte - Capítulo 16

"Cuándo los nagas nacemos, no vemos luz, solo oscuridad. En esa oscuridad, hay algo que nos golpea, y nuestro instinto nos dice que es "eso" nos matará si no lo matamos primero. Nuestros colmillos y garras ya están afilados, y atacamos con todo lo que tenemos. Nuestra húmeda piel se torna aún más húmeda en medio de la batalla. Cuándo el miedo y la ira se extinguen, es cuándo podemos ver una tenue luz sobre nosotros. Toca escalar y arrastrarse por una estrecha gruta, dónde se supone al final está el verdadero inicio de nuestra vida. El sol nos deja ciegos unos instantes, pero la brisa cálida nos llena de energía. Casi al instante distinguimos todos los colores que estamos viendo, nos ayudan a distinguir lo que está vivo de lo que no. Muchos de mis hermanos han quedado en la profundidad de la gruta, solo los más fuertes hemos recibido el privilegio de existir. Una mujer nos está esperando, no tenemos que adivinar, nuestro instinto sabe quién es. Ella es quién nos enseña a cazar, a hablar y a sobrevivir más allá de mi instinto. Es la mujer más hermosa que existe, con sus escamas blancas y su cabello amarillo pálido.

Desearía que hubiera sido así, pero cuándo yo nací no hubo gruta, ni madre, solo oscuridad. Solo la humedad como prueba de mi batalla. Allí, desnudo entre roca fría, aprendí a comer sapos y murciélagos. No sabía comunicarme más allá de bufidos y gruñidos, no había nada que quisiera expresar, ni nadie que me escuchara. Mi instinto buscaba la luz del sol, era mi única motivación, y cuándo al fin lo hice, deseé no haberlo hecho jamás. La luz venía de una fogata dentro de la cueva, y a su alrededor había cuatro figuras. Eran más grandes que un sapo, incluso que yo, y si yo comía sapos...

Corrí, esperando encontrar refugio, pero un rayo de luz atravesó mi brazo.

Luz.

La luz dolía.

¿Por qué la buscaba?

Corrí con todas mis fuerzas, las cuáles no eran muchas. Sentía a las criaturas acercándose a mí ¿Por qué eran tan lentos? Me refugié en un rincón, sabía que era inútil. Mi corazón retumbaba tan fuerte que hacía que mi cabeza vibrara. Quería morir y a la vez quería sobrevivir. Morir acabaría con el dolor que sufría en ese momento, mas no quería dejar de existir.

Ya estaban frente a mí, ellos brillaban con luz propia. La luz... Había buscado mi propia muerte todo este tiempo. Pero al igual que los animales que había devorado, planeaba luchar. Salté contra el más cercano, no recuerdo como era ni su sabor, solo sé que apenas pude, seguí corriendo, sin darme cuenta que aún tenía parte del brazo de la criatura. Tales eran los gritos que pensé que la cueva se vendría abajo.

Logré salir del bosque, pero mis piernas apenas respondían. Aquel lugar era tan oscuro como la caverna, salvo por el enorme disco azulado que había en el cielo. Las ramas se hincaban en mi piel, aunque me gustaba sentir la tierra húmeda entre mis pies. No me di cuenta cuándo llegué al borde de una colina, y caí rodando hasta abajo. Mi mente seguía consciente, pero mi vista estaba borrosa. El pecho me ardía como si hubiera comido algún animal venenoso. A lo lejos pude escuchar a las criaturas que me perseguían. Y fue la última vez que supe de ellos.

Al llegar el día los colores me abrumaban, estaba acostumbrado a la oscuridad de la caverna. Mi cuerpo me dolía, sentía las extremidades entumecidas y mi pecho ardía como si un ciempiés hubiera hecho su nido allí. Pensé que tal vez era mejor morir allí, hasta que la vi. Era muy diferente a mí, pero mi instinto me decía que era ella. Su piel era oscura como la tierra que pisaba y su cabello se veía más suave. Me arrastré hacia ella, pues aunque mi cuerpo no quisiera responder, sentía como el dolor iba desapareciendo. Ella me miró, sacó una flecha de su carcaj y me apuntó. Traté de llamarla, pero de mi garganta solo salían gruñidos. Aquellos fueron unos pocos segundos que duraron horas. Ella tenía tensado el arco, y aunque sus bíceps se veían firmes, no podía sujetar la flecha sin temblar. Al final, se arrepintió. Solo me miró con lástima, y siguió su camino. Yo gritaba lo que creía era un nombre, pero ella nunca volteó.

Pasaron las horas, llegó la noche y de nuevo la mañana. Vi el sol y lo maldije. Maldije a la luz, maldije a mi madre. Mi cuerpo había dejado de responder. Ya ni sentía a las hormigas que mordisqueaban mis dedos. Lo único que podía sentir era mi corazón, lastimándome con cada latido.

Cerré los ojos, esperando estar muerto. A veces pienso que sí morí.

Cuándo fui consciente, un olor que nunca había sentido me levantó. Mi estómago rugía como un tigre de las montañas y mi cuerpo ya no estaba adormecido. Seguía desnudo, pero esta vez junto a un fuego y bajo un techo que parecía piel. La luz me asustó, pero no sabía a dónde huir. Sobre el hogar había una piedra, sobre la cuál había lo de inmediato identifiqué como carne. Quise tomar uno, pero de nuevo aquella luz me lastimó. Ante mi grito, una criatura entró corriendo. Era tan pequeño como yo, pero su cabeza, de enorme boca y ojos saltones, me recordaba más a un sapo que a una serpiente. Me habló, pero no entendí sus palabras. Él tomó un pedazo de carne y la sopló con gentileza. Recuerdo que la tomé y salí corriendo. Aquel ser no me persiguió, simplemente esperó. Y yo volví por más. Él no brillaba, no lastimaba. El color de su piel me recordaba a la piedra, y su olor era como el de las húmedas cavernas en las que nací.

Poco a poco me acostumbré a su presencia. Cuándo él decidió proseguir su camino, yo le seguí. Él era pequeño y débil, mientras yo ya había recuperado mis fuerzas. Me había salvado la vida, lo correcto era que yo protegiera la suya. Ya fuera de las bestias salvajes o de los seres de la luz, ya nunca más corrí. Nunca más necesité de la luz.

Él era mi luz."

 




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