OMNISCIENTE
Pasaron años desde que la grieta del Abismo fue sellada. El mundo no lo supo en detalle, pero si lo sintio: las noches se volvieron más densas, los bosques dejaron de llorar sombras, y los cielos ya no tiemblaban con el eco de un mal inminente.
Elara y Kael no buscaron tronos ni altares. Nadie había creído del todo su historia, y en verdad, no necesitaban que lo hicieran. Eligieron el silencio, la vida simple que en las visiones del Abismo les había sido negada.
Vivían en una cabaña de piedra y madera al borde de un valle fértil, rodeados de montañas y ríos. Allí, por fin, el amanecer no era una promesa rota, sino el inicio de días tranquilos.
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Las familias perdidas...
A veces, en las noches tranquilas, Elara se permitía hablar de su niñez. Recordaba la dureza del círculo y la ausencia de un hogar verdadero. Pero, con el tiempo, descubrió algo que la hizo sonreír: algunas brujas jóvenes que habían sido parte del círculo sobrevivieron a la caída del orden antigüo y formaron pequeños clanes libres. No había recor, sino semillas de un nuevo comienzo.
Kael, en cambio, tardo más en atreverse en preguntar por sus orígenes. La mujer que lo entregó de niño había desaparecido sin dejar rastro, pero en los restos de antigüos registros que ella había actuado para salvarlo, aunque al final los amos lo habían reclamado. No hubo reencuentro posible, pero si compresión: no lo había abandonado por desamor, sino por desesperada esperanza.
Veynar y Nheris quedaron como recuerdos amargos y valiosos. Aliados que no vieron la salida, pero que hicieron posible que ellos la encontrarán. En cada historia que contaban, sus nombres eran recordados con gratitud.
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Su propia familia...
Con los años, el amor que los unio en el fuego y la sombra se transformo en algo más grande. Tuvieron un hijo primero, luego una hija. Ambos nacieron sin marca, con risas libres y ojos brillantes que nada debían al Abismo.
Kael que había sido moldeado como un arma, aprendío a arar la tierra con sus propias manos, y encontraba la paz en escuchar las risas de sus hijos correr por el valle. Elara, que había sido marcada como llave, descubrió que su magia ya no era condena, sino un don que usaba para enseñar y proteger, transmitiéndole a sus pequeños, no el miedo de un legado oscuro, sino la confianza de un futuro abierto.
Una noche, mientras los niños dormían y la luna iluminaba el valle, Elara apoyo si cabeza en el hombre de Kael.
—¿Recuerdas lo que nos mostraron en el Abismo? Esa falsa vida en la cabaña, con un hijo entre nosotros.
Kael sonrió, acariciando su cabello. —si.
—Pues lo tenemos ahora. No porque nos lo ofrecieran...sino porque lo arrancamos con nuestras propias manos.
Kael beso su frente, en silencio, con el corazón lleno de paz.
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El mito de la marca....
Con el tiempo, las historias se distorsionaron. En canciones y susurros, la marca carmesí se volvió una leyenda antigüa: un símbolo de dolor y sacrificio, una unión de fuego y sombra, y dos portadores que la transformaron en libertad.
Pocos creían que eran reales, y eso a Elara y Kael les gustaba. Que su verdad se convirtiera en mito significaba que el mundo ya no necesita recordar el peso del Abismo.
Ellos lo recordaban, si. Cada cicatriz, cada lágrima. Pero lo hacían mientras se tomaban de la mano, con los ojos en un futuro que ya no les era negado.
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El último amanecer....
En un amanecer como aquel que salieron del Abismo, Elara miro a Kael mientras sus hijos dormían aún. Tocó la marca en su piel y sonrió.
—Somos los últimos portadores. Y también...los primeros en ser libres.
Kael la atrajo hacia el y juntos contemplaron como el sol ascendía sobre el valle, bañando todo de oro. El Abismo estaba cerrado. El ciclo, roto. Y en el mundo quedaba, por fin, espacio para algo que nunca habían tenido cabida en la historia de los portadores anteriores: un final en paz.
FIN.