Profecía De Dos Mundos

CAPITULO 7

«LA OSCURIDAD NO SIEMPRE SE ESCONDE… A VECES CAMINA A TU LADO»

El eco del grito todavía flotaba en el aire cuando la sala principal del refugio se convirtió en un caos controlado. Criaturas de todo tipo se movían como piezas en un tablero invisible, algunos huyendo hacia las salidas secretas, otros formando un círculo defensivo en torno al joven vampiro agonizante.

Crowley se deslizaba entre el tumulto con esa elegancia suya, fría y letal, como un lobo que acecha en la penumbra. Sus ojos, que pasaban del castaño cálido a un rojo ardiente en un parpadeo, cada respiración entrecortada, como si pudiera arrancarle secretos al mismísimo aire. Sabía que el ataque al vampiro no era un simple golpe de mala suerte. No. Era una declaración de guerra, escrita con sangre

Morrigan, por otro lado, no se quedó quieta. Se agachó junto a Eira, posó una mano temblorosa pero firme sobre la frente del herido. Sus ojos verdes se oscurecieron, y Crowley sintió un escalofrío que no pudo explicar. Había algo en ella, un poder latente que aún no podía comprender, que no encajaba con ninguna magia que él conociera. Era… otra cosa. Algo que lo ponía nervioso, y que Crowley nunca lo admitiría a la ligera.

—Si seguimos aquí, todos seremos objetivo —advirtió Eira, con su voz serena pero cargada de urgencia—. El Sello de la Discordia no descansa… y, créanme, no viaja solo.

Como respuesta, un golpe seco resonó desde la entrada principal. La puerta, reforzada con runas antiguas, se agrietó como si algo hubiera golpeado desde el otro lado con una fuerza inhumana. Un segundo impacto, más brutal, la arrancó de sus goznes y la lanzó contra la pared opuesta con un estruendo que hizo temblar el suelo. La criatura que entró era un amasijo de huesos y metal, con extremidades desproporcionadas y ojos que ardían con fuego verde.

—Un emisario —murmuró Crowley, reconociendo al instante la marca infernal en su estructura—, pero alguien lo ha… mejorado.

No hubo tiempo para más charlas. La criatura soltó un rugido y se abalanzó contra ellos. Crowley reaccionó instintivamente, extendiendo una mano y liberando una ráfaga de fuego negro que hizo retroceder a la bestia. El impacto hizo que las runas en su piel se iluminaran, absorbiendo parte del ataque.

—Eso no va a funcionar dos veces —gruñó Crowley, chasqueando los dedos para invocar una daga de obsidiana.

Morrigan se levantó, desenfundando una espada curva cuyo filo parecía hecho de luz, creada a partir de su propia esencia. Crowley alzó una ceja, sorprendido por el arma, pero no tuvo tiempo de preguntar. Ella se lanzó contra la criatura con movimientos rápidos, esquivando sus zarpazos que podrían haber partido una columna en dos y golpeando con precisión en los huecos de su armadura ósea.

Eira, mientras tanto, trazaba símbolos en el aire con ambas manos, sellando las salidas del refugio, no podían dejar que esa corrupción se esparciera como un veneno más allá de esas paredes.

El combate fue brutal. Crowley y Morrigan se movían como si hubieran entrenado juntos durante años, cubriéndose mutuamente sin necesidad de palabras. Aun así, el monstruo resistía, regenerando partes de su cuerpo a partir de las sombras que se acumulaban en el suelo.

En un momento crítico, el emisario atrapó a Morrigan por el brazo y la arrojó contra una columna. Crowley sintió una furia que no reconoció como suya y, sin pensarlo, se interpuso entre la criatura y ella. Canalizó todo su poder en un único ataque: una lanza de fuego infernal que atravesó el pecho del monstruo y lo clavó contra la pared como un insecto en una vitrina.

La bestia chilló, un sonido que era más lamento que amenaza, pero antes de desintegrarse, sus ojos verdes se clavaron en Crowley y una voz se escucho dentro de su cabeza:

«No puedes protegerla de lo que es…»

El silencio que siguió fue como un peso sobre los hombros. Solo la respiración agitada de los presentes rompían la quietud. Morrigan se puso en pie lentamente, con una mueca de dolor que no logró disimular. Evitó la mirada de Crowley, y eso lo irritó más de lo que estaba dispuesto a admitir.

—Tenemos que irnos —dijo ella, con un tono que no admitía réplica—. Esto es solo el principio.

Crowley dio un paso hacia ella, su rostro una mezcla de sospecha y algo que parecía preocupación, aunque él jamás lo llamaría así.

—Hay algo que no me estás contando, Morrigan. Y no me gusta que me dejen en la oscuridad.

Ella lo miró apenas un instante, y en esos ojos verdes había un torbellino de emociones: determinación, cansancio, y algo más… ¿miedo?

—Y no lo sabrás hasta que sea el momento —respondió, girándose hacia la salida con un movimiento brusco, como si quisiera dejar atrás no solo el refugio, sino también la conversación.

Crowley la siguió, pero en su mente las palabras del emisario seguían como una amenaza y una promesa a la vez. Cuando salieron, las calles de la ciudad parecían más oscuras de lo habitual, como si las sombras se estiraran para seguirlos. Morrigan caminaba rápido, su silueta recortada contra las luces lejanas, y Crowley la seguía, midiendo cada paso.

No había abierto la boca desde que abandonaron el refugio, pero su mente era un torbellino de pensamientos. Ese emisario no había aparecido por casualidad. Alguien lo había enviado, y no para matarlo a él, sino para enviarle un mensaje… sobre ella.




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