Profecía De Dos Mundos

CAPÍTULO 8

«ALGUNAS VERDADES NO SE PRONUNCIAN… SE ARRASTRAN, HASTA QUE NO PUEDES IGNORARLAS»

El pasaje descendía en espiral como si quisiera tragarlos. El sonido de las olas rompiendo contra la roca llegaba amortiguado. Crowley seguía a Morrigan, observando cómo la luz de los cristales brillaba sobre su cabello rojizo, haciendo que cada mechón pareciera arder en la oscuridad. Y sin quererlo, la frase del pergamino volvió a colarse en su mente, quemándole la memoria como una marca que no cicatriza.

«En el umbral de la dualidad…»

No necesitaba repetir la frase completa; ya la sabía de memoria. Ya había entendido que no hablaba de alguien abstracto, sino de ella. De la mujer que caminaba delante, sin volverse, con ese paso firme que ocultaba más de lo que revelaba. Sus dedos rozaron un relieve gastado en la pared: una figura cornuda sosteniendo un cáliz sobre un abismo. El mismo símbolo que llevaba grabado en el hombro desde que despertó en el puerto de Shanghái, hace tres siglos.

—¿Dejarías de mirarme así? —dijo Morrigan sin girarse.

Crowley arqueó una ceja, notando cómo la humedad condensada en su gabardina goteaba sobre las losas de obsidiana.

—¿Así cómo?

—Como si intentaras descifrarme… y no estuvieras seguro de si te gustará lo que encuentres.

Él sonrió, pero fue una de esas sonrisas cortas, carente de humor.

—Tal vez es exactamente eso.

Kael, unos metros por delante, alzó la mano para pedir silencio. El túnel se abría a una cámara inmensa, con una cúpula que se perdía en la oscuridad. El aire, húmedo y salino, traía un leve olor a óxido y ceniza, un hedor que a Crowley le resultaba inquietantemente familiar: el mismo que desprendía el cuerpo de la Dama de las Mareas cuando la encontraron flotando en el Támesis, con las venas convertidas en raíces de coral negro.

En el centro, un pozo de agua negra bullía con un movimiento extraño. Y Alrededor, figuras encapuchadas entonaban un cántico grave y tenebroso. No parecían notar su presencia, aunque Crowley sabía que eso podía cambiar en cualquier instante. Reconoció los símbolos bordados en sus hábitos: el ojo dentro de la luna creciente, emblema de la Orden de los Guardianes del Umbral.

—Las Mareas Negras —susurró Kael—. Guardianes del fragmento. No nos atacarán… siempre y cuando no toquemos el agua.

Crowley no pudo evitar soltar una risa baja, cargada de sarcasmo..

—Y, déjame adivinar, tenemos que tocar el agua.

Morrigan le lanzó una mirada de advertencia, pero no dijo nada. Caminó despacio hasta el borde del pozo. El líquido reflejaba su rostro, pero no el de ahora: Crowley vio una Morrigan distinta, con ojos tan oscuros que parecían devorar la luz y una sombra que se extendía tras ella como alas rotas.

La imagen le provocó un nudo en el estómago. No era la primera vez que veía algo así; el espejo del refugio ya le había mostrado una imagen similar. Y la profecía, maldita sea, encajaba demasiado bien.

—No deberías verlo —dijo Morrigan sin apartar la vista del agua—. No todavía.

—Ya lo he visto —respondió Crowley, su voz grave—. Y me pregunto cuánto tiempo vas a seguir fingiendo que no sé quién eres.

Ella inspiró hondo, como si estuviera a punto de decir algo importante , pero el agua del pozo se agitó violentamente. Un brazo cubierto de algas y escamas emergió, aferrándose al borde con tanta fuerza que la piedra crujió. Luego otro. Y otro.

Kael maldijo por lo bajo.

—Nos han detectado.

En segundos, tres figuras emergieron del pozo: humanoides, pero con rostros deformados por mandíbulas de tiburón y ojos plateados que brillaban sin parpadear. Cada paso dejaba un rastro de agua negra que chisporroteaba como ácido. Crowley notó que no respiraban. No lo necesitaban.

—Hora de ver si la profecía hablaba de ti… o de mí —dijo, con un dejo burlón.

Las criaturas —grises, con dientes como dagas y una fluidez sobrenatural— no caminaban: se deslizaban, como si el suelo fuera parte de su propio océano. Cada vez que tocaban la piedra, esta se ennegrecía y se resquebrajaba.

Kael retrocedió, sus ojos blancos clavados en el agua.

—No deberían estar aquí… —murmuró, como hablando consigo mismo—. Las Mareas Negras solo despiertan si el equilibrio se tambalea.

Permanecía inmóvil, midiendo cada movimiento de las criaturas, como si supiera exactamente lo que vendría. Crowley la observó de reojo. No había miedo en ella, pero sí una tensión extraña, como si conociera demasiado bien lo que estaba por suceder.

Una de las Mareas se lanzó hacia Kael, y en un destello Crowley lanzó una ráfaga de fuego infernal. El impacto hizo que la criatura chillara, un sonido agudo que parecía perforar el cráneo. Sin embargo, no cayó. El fuego se apagó en su piel como si lo hubiera absorbido.

—No sirven los trucos fáciles —dijo Morrigan en voz baja, desenfundando su espada curva.

La hoja brilló con un fulgor opaco, no puro, sino intermedio, como la luz de una luna velada. Morrigan avanzó y, con un corte preciso, cortó a la segunda criatura por el torso. El agua negra que brotó no cayó al suelo, sino que reptó hacia el pozo, como si tuviera voluntad propia. Crowley vio cómo los tentáculos de líquido se retorcían formando brevemente la forma de una tríada antes de ser absorbidos.




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