En lo alto de una escarpada montaña, rodeado por los picos nevados que rasgaban las nubes como lanzas de los mismísimos gigantes, se erguía el ancestral Castillo Solaris, monumental fortaleza de piedra gris cincelada por los vientos y el sereno durante incontables generaciones. Sus imponentes torres hexagonales y murallas fortificadas, albergaban en su interior la valerosa dinastía de los Dalton, noble estirpe guerrera que se remontaba a los albores de la Era Dorada, mucho antes de la Gran Guerra contra las Siete Legiones Demoníacas que casi sumió al mundo en las sombras eternas.
Arion Dalton, primogénito heredero de aquel ancestral linaje y único sucesor al trono del Rey Gareon, observaba pensativamente el ocaso otoñal desde el balcón más alto de la Torre Celeste. Contempló en silencio cómo el carmesí del poniente bañaba con sus últimos resplandores los exuberantes prados de Solaris, pintando de escarlata los bosques y lagos del pacífico reino que algún día le correspondería gobernar.
Pese a no haber cumplido aún sus primeros veinticinco años de vida, Arion era ya casi tan alto como las lanzas de los centinelas que custodiaban el castillo. Su amplio torso y brazos cincelados por la espada, no dejaban dudas de poseer la formidable fuerza física que caracterizaba al linaje Dalton. Sin embargo, bajo su espesa cabellera negra, yacían unos inquietos ojos grises como el acero recién forjado, que delataban una mente ávida de aventuras y misterios.
Esa noche se celebraban los festejos en Solaris por el vigésimo quinto cumpleaños del joven heredero. La alegría rebosaba en cada rincón del castillo. Los pasillos y salones cercaban la música, danza y espléndidos banquetes. Los trovadores entonaban baladas ensalzando las heroicas proezas de Arion empuñando la espada, y los brindis en su honor se sucedían sin cesar.
Y, sin embargo, en lo más recóndito de su ser, el joven príncipe se sentía extrañamente inquieto e irritado. Caminaba taciturno, con una copa de vino sin probar en sus manos. Sonreía por compromiso a los invitados, sin escuchar realmente los interminables halagos. En sus adentros no podía evitar percibir como algo faltaba en su vida, aunque no lograba dilucidar qué era.
Fue pasada la medianoche cuando finalmente pudo escabullirse a la tranquilidad de sus aposentos privados. Se sentó junto a la chimenea, contemplando distraído las llamas doradas. Imágenes acudieron entonces a su mente, como fragmentos de sueños olvidados. Tenía la visión de una delicada joven pelirroja de sonrisa candente como las brasas del hogar. Arion sacudió levemente la cabeza, rehuyendo de aquella visión tan vívida como irreal. Últimamente la sonriente desconocida llenaba sus visiones nocturnas, llenándolo de una dicha efímera que se desintegraba al despertar.
Súbitamente se abrieron las puertas y el anciano Rey Gareon se presentó, trayendo consigo una caja de roble labrada con intricados motivos. Posando una mano en el hombro de su hijo, el veterano monarca se sentó con parsimonia frente a Arion. Sus ojos grises, iguales a los del príncipe, pero apagados por el peso de incontables inviernos, escrutaron durante unos instantes los del joven.
El rey sopló con suavidad la tapa del cofre de roble. De su interior extrajo con suma cautela un brazalete de plata cubierta de runas legendarias. El metal emitió un suave resplandor a la luz de la chimenea. Gareon tomó la mano derecha de su hijo y depositó allí el artilugio.
Arion sintió el metal tibio en su palma. No pesaba casi nada, pero irradiaba una extraña y reconfortante calidez, como el tacto de aquella mujer pelirroja de sus visiones. Al rozar con los dedos las runas del brazalete, estas cobraron una tenue luminiscencia, y el joven hubiese jurado escuchar un lejano coro de voces susurrantes en alguna lengua desconocida, más antigua que el soplo del viento.
Al día siguiente Arion se internó solo en el Bosque de Ébano para meditar sobre su extraño presente. ¿Qué secretos guardaría aquel misterioso talismán heredado? ¿Qué rumbo guiaría sus pasos en el futuro? Cabalgaba lentamente por la espesura cuando una visión fugaz acaparó sus pensamientos. Por un instante creyó ver de nuevo aquel rostro delicado enmarcado por rizos de cobre, sonriéndole entre los helechos. Su corcel rezongó nervioso. El príncipe, distraído por los alrededores, no alcanzó a reaccionar cuando un enorme jabalí negro emergió furioso desde los matorrales, embistiéndolos y haciendo volar a Arion por los aires hasta que todo se tornó oscuridad.
El cruel colmillo del animal apenas había atinado a rasgar la piel del príncipe. Arion despertó desorientado varias horas después, magullado y mareado, sin recordar lo sucedido. Le embargaba una creciente sensación de urgencia, como si hubiese olvidado algo importantísimo. Montó su caballo y partió a toda prisa de regreso al castillo Solaris.
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Editado: 12.12.2023