A lo largo del polvoriento camino real cabalgaba Arion, aún sacudido por su accidente en el bosque y la persistente sensación de que un reloj invisible marcaba una cuenta regresiva, solo perceptible para él. Pocos transeúntes se cruzaban con el apresurado príncipe en aquellos parajes solitarios. Una que otra carreta campesina o algún mercader errante recorriendo el sendero con su saco al hombro. Nadie reparaba dos veces en el joven de negra cabellera que pasaba raudo a su lado.
Fue al caer la tarde cuando llegó a las ruinas del viejo Fuerte Zalea, donde antaño sus ancestros derrotaran a los clanes Narek en la Batalla de los Mil Estandartes. El sol moribundo teñía las desmoronadas piedras del fuerte con un cerco carmesí. Arion decidió pasar allí la noche, buscando resguardo en una de las torres menos dañadas por el paso de los siglos. Encendió una pequeña hoguera con ramas secas y se dispuso a descansar sobre la fría piedra, contemplando las estrellas del crepúsculo. Fue entonces cuando lo oyó.
Una voz suave y melodiosa parecía susurrar entre las ruinas, llamándolo por su nombre. Arion se puso de pie como impulsado por un resorte. Ahí estaba de nuevo, como un cántico traído por el viento del norte. Cauteloso pero impulsado por una fuerza mayor a su voluntad, el joven caminó entre las sombras del fuerte siguiendo aquella voz de sirena.
Al doblar una esquina parcialmente derruida se quedó sin aliento. Allí de pie junto a un fragmentado arco de piedra, se erguía una esbelta joven de largos cabellos ondulados, rojizos como llama viva. Los últimos destellos vespertinos parecían hacer resplandecer su figura entre las ruinas como una aparición divina. Vestía una sencilla túnica gris perla, y sostenía un bastón de madera clara cuyo extremo remataba en una piedra turmalina. La desconocida lo miraba fijamente con sus grandes ojos color miel, tan etéreamente hermosa que por un instante el príncipe dudó de su existencia terrenal.
Fue ella quien rompió el hechizo al sonreír ampliamente y hablar.
Su voz era fuerte y cristalina. Cada sílaba parecía hacer vibrar una cuerda invisible en el pecho de Arion. Atónito aún, balbuceó una torpe presentación, mientras se acercaba cauteloso, como temiendo espantar a la joven.
Su risa era ligera como el repique de campanillas de plata. Negó suavemente con su larga melena cobriza.
Extendió entonces su mano blanca, ofreciéndosela a Arion sin vacilación. En su muñeca el joven príncipe reparó en un familiar brazalete de plata con extraños grabados. ¡Era idéntico al heredado de su padre! Retrocedió atolondrado, exhibiendo su propia joya, y al instante ambos brazaletes cobraron vida, emitiendo un resplandor anaranjado, zumbando como colmenas de abejas.
Arion y Elara intercambiaron miradas de profundo asombro. Las piezas parecían atraerse como imanes, uno hacia el otro. Cuando sus dedos por fin se entrelazaron, una onda de calor los envolvió por completo. Las ruinas, el bosque y el mundo entero se desvanecieron ante sus ojos como por encanto. Solo existían ellos dos.
Una sucesión de imágenes previamente ignoradas inundó sus mentes: la maldición consumiendo un pacífico reino, un ancestral hechicero convocando legiones de sombras … Y la certeza de que solo juntos podrían impedir que la oscuridad devorara el mundo que conocían.
Cuando la visión culminó, yacían de rodillas sin soltar sus manos, con las respiraciones agitadas y mirada aturdida. Un cúmulo de preguntas inundaba sus mentes, pero una certeza ardía ya poderosa e inquebrantable: que sus caminos habían nacido entrelazados desde el principio de los tiempos por obra de un designio superior, y que ningún poder en la tierra o el cielo podría ahora separarlos.
Arion y Elara tenían sus mentes desbordantes de dudas sin respuesta, tras su increíble e inesperado encuentro en las ruinas del viejo fuerte, y luego de la sobrecogedora visión conjunta que experimentaron al unir sus manos, donde presenciaron imágenes sobre una funesta maldición consumiendo un pacífico reino.
¿De dónde provenían aquellos misteriosos brazaletes de plata que parecían tener el poder de conectar sus destinos? ¿Cómo podía ser que sus sueños y visiones estuviesen tan irremediablemente entrelazados? Y sobre todo, ¿qué significaba aquella terrible oscuridad devoradora de vida y esperanza, que sus brazaletes les habían permitido contemplar aún sin comprender?
Urgidos por develar las respuestas tras tanto misterio, los jóvenes viajeros acordaron emprender juntos la búsqueda de alguien o algo que pudiese arrojar luz sobre el significado de sus brazaletes gemelos y, del origen y naturaleza de la amenazante maldición que yacía agazapada como una bestia presta a engullir un indefenso reino.
Tras seis días de extenuante travesía a pie por parajes agrestes, cruzando escarpadas montañas y adentrándose en bosques tenebrosos, alimentándose tan solo de frutos silvestres y el agua cristalina de arroyos de alta montaña, Arion y Elara llegaron exhaustos a las puertas de un apacible y diminuto poblado llamado Riverendal. Estaba ubicado en un fértil valle rociado por el caudal del río Agento. Sus aldeanos, pacíficos granjeros y artesanos, miraron con curiosidad a los polvorientos y fatigados viajeros que osaban adentrarse en su apartado, pero acogedor rincón del mundo.
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mundo de fantasía, batalla entre luz y sombras, tiempos legendarios
Editado: 12.12.2023