Profesor Luna

Capítulo 3

 

Cuando se miró en el espejo, no pudo evitar reírse de su reflejo y sorprenderse a la vez. Una capa de maquillaje y todo lo que había encontrado en el tocador de su madre; incluyendo sombras de ojos, delineador y labial, le habían ayudado a aumentar algunos años. No veinte por supuesto, pero al menos calculaba seis años más. 

Decidió usar uno de los trajes de pantalón y blazer que su madre le había heredado hace unos años; cuando después de aumentar de peso por el nacimiento de Lía tuvo que cambiar su guardarropa. Layla agradeció haberlos guardado, pues ya con la ropa correcta de complemento, podía aparentar al menos veintitrés años.

Comenzó a calcular que si hubiese tenido a Lía a los dieciocho; su edad actual, entonces debería tener casi veintiocho años. No había manera de aumentarse más años, los demás tendría que ganarlos con su actuación. Al menos era buena mintiendo y ocultando secretos, otro efecto colateral de la explosividad de su madre.

Layla no tenía coche, ni siquiera su madre tenía uno. Por fortuna la escuela de Lía se encontraba a una distancia relativamente corta desde su casa, así que pensó que caminar sería la mejor solución. Habría sido muy sencillo, si no fuera por los tacones de su madre, que la chica había decidido usar a último minuto, sin saber lo molestos que podían resultarle.

Cuando llegó y miró la clásica fachada que ya conocía, comenzó a sentir algo más que nervios; estrés, por querer estar preparada para cualquier escenario. 

Miró a su alrededor, entrecerrando los ojos por los ligeros rayos del sol. La escuela había sido una casa común en la antigüedad, ahora era considerada un sitio histórico, por lo que conservaba toques antiguos como las puertas y ventanas de madera, las paredes blancas y un lindo techo de tejas. Pero su aspecto lindo y colonial, se iba un poco a la basura con su nuevo aparcamiento, en donde un par de modernos coches brillaban, opacando la esencia del lugar. Era evidente que no todo podía ser perfecto y en una pequeña ciudad en desarrollo, ese tipo de autos era lo menos que se esperaba ver.

Suspiró y entró, empujando la pesada puerta de madera oscura. Se sorprendió al no encontrar niños merodeando y al ver la hora en su teléfono celular se dio cuenta que iba tarde. Hizo un gesto de fastidio, siempre le pasaban ese tipo de cosas; malas decisiones creando resultados desfavorables. Al menos había acordado con Lía que ella se iría a casa con su vecina; Diane, como de costumbre. Aquella bondadosa mujer también tenía una hija en esa escuela, con la que Lía se llevaba de maravillas. Layla le pagaba el favor a Diane llevándole diversos postres de la pastelería en la que trabajaba.

Con esto dicho, es buen momento para revelar otra valiosa enseñanza que Layla había aprendido a base de experiencias; por más que tengas buen rollo con la gente, nada, pero nada, es gratis.

Pasaba la mano por la solapa del blazer, en un intento por borrar una arruga que no existía. La verdad era que Layla Alexander manejaba fatal la ansiedad y los momentos previos a cualquier situación planeada. Pero cuando lograba controlar estos nervios, no había nada que pudiera detenerla, porque la determinación era otra característica innata de las chicas Alexander.

Sus impactantes ojos verdes repasaban cada puerta a su paso, en busca de la clase 4-A, a la que pertenecía Lía y en el cuál había sido citada la “Sra. Alexander”.

Con cada paso que daba se preparaba mentalmente para ser la madre de Lía. Siempre le había gustado fingir ser otras personas y secretamente le complacía mentir, aun cuando esto es considerado algo malo y horrible. Nadie podía recriminarle nada, porque, cuando creces en una vida tan carente de amor como fue la de Layla, en ocasiones, la imaginación es lo único que te mantiene con esperanza de que las cosas mejoren. Así que fingir era algo así como una afición y gracias a los años de práctica se le daba bastante bien cuando se lo proponía. Por eso, se sentía un poco emocionada a la vez, al menos se podía olvidar por un momento de su rígida y monótona vida.

Cuando finalmente se encontró frente al salón, soltó un respiro en el que dejó salir hasta la última pizca de nervios, antes de golpear con los nudillos y abrir la puerta.

Sus ojos perspicaces y curiosos se toparon con algo increíble. Lía le habló de su viejo y odioso profesor la noche anterior, así que, Layla esperaba todo, imaginaba todo, todo menos un no tan viejo y súper atractivo hombre de mirada amable y sonrisa encantadora. Le tomó un par de segundos recuperar la compostura, que era más de lo que nunca le había tomado recuperarse de una sorpresa. Era innegable que ese hombre le había removido algo, aunque en ese momento ella se limitó a ignorar la sensación extraña e incómoda que se instaló en su vientre.

Miró hacia la puerta para asegurarse que estuviese en el salón correcto.

Él, que seguía sonriendo en su dirección, dejó de guardar sus pertenencias en su elegante y visiblemente costoso maletín de piel. Sus ojos pardos la estudiaron con intriga.

—Adelante, ¿Es usted la Señora Alexander?

Layla recorrió los escasos dos metros que había entre la puerta del aula y el escritorio y extendió su mano con firmeza en su dirección.

—Layla Alexander, un placer.

La firmeza en su voz sorprendió un poco al profesor y luego del cordial apretón de manos, la miró un poco desconcertado.




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