Hola, mis amores, les traigo una nueva historia, diferente, pero hermosa.
Amélie Dubois de 30 años. Francesa, independiente, obsesionada con el orden y las listas. Tiene un humor sarcástico sin proponérselo. Ligeramente torpe en lo cotidiano, lo que la vuelve adorable.
Lucas Romano 33 años. Chef italiano, simpático, despreocupado y desorganizado. Apasionado por la cocina, pero sus experimentos suelen terminar en pequeños desastres.
¿Te animas a leer esta historia llena de caos y bonitos momentos?
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El nuevo hogar de Amélie Dubois no era precisamente un palacio; más bien, un edificio modesto, de paredes ligeramente descascaradas, balcones estrechos llenos de plantas a medio morir, y vecinos curiosos que no se molestaban en disimular sus miradas tras las cortinas.
—Perfecto —murmuró Amélie, arrastrando una caja más pesada de lo que aparentaba—. Adiós ruido de París, hola tranquilidad suburbana.
El sudor perlaba su frente y su coleta desordenada parecía rebelarse con cada movimiento. Amélie había dejado atrás la capital francesa hacía apenas una semana, buscando refugio en un país extranjero (España, para ser exactos), convencida de que lo que necesitaba era orden, silencio y una vida sin sorpresas. Había hecho incluso un listado —su famoso “manual de supervivencia”— donde la regla número uno era clara: “No enamorarse de nadie, especialmente del vecino.”
Claro que el destino nunca lee manuales.
Monsieur Croissant, su gato gordito de pelaje blanco y manchas naranjas, estaba encerrado en su jaula de transporte, bufando con desdén. Sus grandes ojos verdes observaban todo con esa mezcla de superioridad y fastidio que solo los gatos dominan.
—No me mires así —refunfuñó Amélie—. Vas a adorar este lugar. Tiene ventanas grandes, luz natural, y… vecinos normales, supongo.
Justo en ese momento, una voz grave y cantarina rompió la calma de la escalera.
—¡Maledizione! ¡¿Cómo es posible quemar agua?!
Amélie se detuvo con la caja a medio camino, frunciendo el ceño. Venía del apartamento contiguo al suyo, puerta entreabierta y un olor intenso a humo flotando en el aire. Tosió, con la garganta seca, y apenas pudo arrastrar la caja hasta el rellano cuando Monsieur Croissant comenzó a maullar frenético dentro de la jaula.
—No… no, no, no —susurró Amélie, mirando horrorizada cómo el gato empujaba con fuerza la puertecilla. Antes de que pudiera detenerlo, Croissant saltó como una bala, desapareciendo por la rendija de la puerta humeante.
—¡Croissant! —gritó Amélie, dejando caer la caja con un golpe sordo.
Entró corriendo al apartamento del vecino, y lo que encontró parecía una escena sacada de una película de desastres domésticos: una cocina invadida por vapor, sartenes tiradas en el suelo, un horno abierto con humo grisáceo escapando, y en medio del caos, un hombre de rizos oscuros, delantal manchado de harina y ojos color miel, que agitaba una toalla desesperadamente frente a la alarma de incendios.
Monsieur Croissant, por supuesto, estaba sentado encima de la encimera, observando la escena como si fuera teatro en primera fila.
—¡Maldito gato! —exclamó el hombre en un acento italiano delicioso, aunque Amélie apenas registró el detalle porque el pitido agudo de la alarma le taladraba los oídos.
—¡Monsieur Croissant! —Amélie corrió hasta el gato y lo agarró contra su pecho. El animal bufó, incómodo, y le clavó una uña en la blusa, arrancándole un “¡ay!” sonoro.
El vecino la miró por primera vez, sorprendido. Y en ese segundo, pese al humo y el caos, Amélie notó un detalle peligroso: tenía la sonrisa torcida más encantadora que había visto en su vida.
—¿Es tuyo este criminal? —preguntó él, señalando al gato con la toalla—. Porque acaba de saltar sobre la masa que estaba fermentando.
Amélie bajó la mirada y, efectivamente, vio huellitas de harina en toda la encimera.
—Lo siento muchísimo, yo… —intentó explicar, pero el pitido de la alarma se volvió ensordecedor.
El vecino rodó los ojos, dejó la toalla y se subió a una silla con una agilidad inesperada. Estiró el brazo y desactivó la alarma con un golpe certero. El silencio resultante fue tan repentino que ambos quedaron respirando agitadamente, como si acabaran de sobrevivir a una catástrofe.
El olor a humo impregnaba el aire. Una mezcla de pan quemado, salsa ácida y algo indescifrable.
—Soy Lucas Romano —dijo él finalmente, extendiéndole la mano desde la silla, aún con el delantal torcido—. Y parece que tu gato y yo ya somos enemigos mortales.
Amélie lo miró con una mezcla de irritación y nerviosismo. Había viajado kilómetros buscando paz, y su primer encuentro era con un chef improvisado y un horno en llamas.
—Amélie Dubois. Y sí, es mi gato, pero no es un criminal. Es… curioso.
Lucas arqueó una ceja, bajó de la silla y se inclinó hacia ella, quedando peligrosamente cerca. Su aroma —una mezcla de humo, salsa de tomate y colonia amaderada— le llenó los sentidos.
—Curioso es una palabra bonita para decir “pequeño desastre ambulante”.
—Lo dice el hombre que quema agua —replicó Amélie, cruzando los brazos.
Él soltó una carcajada profunda, contagiosa. Amélie parpadeó, incómoda con la manera en que esa risa le calentaba el pecho. Recordó rápidamente la primera regla de su manual: “No enamorarse del vecino.”
Una sombra apareció en la puerta. La casera, Señora Valverde, irrumpió con la energía de un huracán. Vestía bata de flores, ruleros en el cabello y zapatillas peludas.
—¡Otra vez usted, señor Romano! —gritó, señalando el humo—. ¿Qué le dije del horno? ¡Que este edificio no es un campo de pruebas!
Lucas levantó las manos, resignado.
—Fue un accidente, Signora. Estaba… innovando.
—Innovando mi paciencia —replicó ella. Entonces clavó la mirada en Amélie, que aún abrazaba al gato—. ¿Y usted quién es?
Amélie se aclaró la garganta, sintiéndose una intrusa.