El amanecer en el nuevo hogar de Amélie Dubois tenía un matiz distinto al de París. Ya no eran las bocinas de los coches ni el murmullo incesante de la ciudad los que la despertaban, sino un trino suave de gorriones que parecían discutir entre sí en el balcón. La luz entraba sin pedir permiso, cálida, anaranjada, tiñendo las paredes descascaradas de su dormitorio con un resplandor casi nostálgico.
Amélie se desperezó lentamente, hundida entre sábanas que aún olían a detergente barato mezclado con el perfume leve de lavanda que había rociado la noche anterior. Monsieur Croissant estaba hecho un ovillo a sus pies, con la panza blanca expuesta y las patas estiradas como si el mundo entero fuera suyo.
—Dormilón… —susurró Amélie, acariciándole suavemente la cabeza.
Cerró los ojos por un segundo más, saboreando esa quietud que tanto había anhelado. Sin embargo, la paz duró poco: un golpe seco contra la puerta del apartamento la sacó de golpe de su ensoñación. Tocaban, y no con delicadeza.
Croissant abrió un ojo verde, luego el otro, y soltó un maullido ofendido.
—¿Quién demonios…? —murmuró Amélie, mirando el despertador en la mesilla—. ¡¿Las siete y media de la mañana?!
Se levantó de un salto, recogiendo a toda prisa su bata de algodón azul. Apenas tuvo tiempo de atársela antes de que otro golpe sonara en la puerta, seguido de una voz masculina, cantarina y con ese inconfundible acento italiano que ya reconocía.
—¡Vecina! ¡Buenos días!
Amélie se detuvo en seco en mitad del salón. Su corazón se aceleró, como si ya intuyera la tormenta que se avecinaba.
—No… no puede ser —murmuró.
Croissant maulló otra vez, casi con sorna.
Reuniendo valor, Amélie abrió la puerta apenas una rendija, lo suficiente para encontrarse con la sonrisa ancha de Lucas Romano, que sostenía con ambas manos una bandeja improvisada con una cafetera humeante y lo que parecían… croissants. O algo que alguna vez lo fue.
—¡Surpresa! —dijo él, con la seguridad de quien cree estar haciendo un gesto heroico—. Desayuno de disculpa.
Un olor dulce y tostado, aunque con un fondo inconfundible de quemado, se escapaba de la bandeja. Amélie pestañeó varias veces, todavía medio dormida, tratando de procesar la escena.
—¿Qué… qué es eso? —preguntó con cautela, abriendo un poco más la puerta.
—Croissants —respondió Lucas con solemnidad—. Bueno… croissants italianizados.
Amélie entreabrió los labios, incrédula. Los “croissants” eran masas retorcidas, de color marrón demasiado oscuro, con puntas carbonizadas que parecían pequeñas antorchas apagadas.
—Eso… no son croissants —replicó, cruzándose de brazos.
—Ehm… son croissants con carácter. —Lucas arqueó una ceja y acercó la bandeja como si fuera una ofrenda sagrada—. Y café recién hecho.
El aroma del café sí resultaba tentador, fuerte, con notas amargas que la hicieron tragar saliva. Amélie suspiró, debatiéndose entre la cortesía y la necesidad de mantener intacta su regla número uno.
—Lucas, son las siete y media de la mañana —dijo, enfatizando cada palabra.
Él sonrió, con esa sonrisa torcida que la desarmaba sin querer.
—La hora perfecta para empezar de nuevo. Vamos, déjame redimirme. Ayer fue… un pequeño malentendido culinario.
Amélie estaba a punto de rechazarlo cuando Croissant saltó sobre el mueble del recibidor y se acercó a olisquear la bandeja con evidente interés.
—¡Traitor! —exclamó ella en francés, mirando al gato—. ¡Tú no lo ayudes!
Lucas se rió, bajando la bandeja a la altura del animal.
—Al menos a tu gato le gustan mis intentos. Eso ya es un triunfo.
El maullido ansioso de Croissant selló el destino. Amélie rodó los ojos y, resignada, abrió la puerta de par en par.
—Está bien. Pero solo porque el café huele decente.
—¡Excelente! —Lucas entró con un paso demasiado seguro, como si el apartamento ya fuera terreno conquistado.
El contraste fue inmediato: el aroma del café llenó el salón pequeño, mezclándose con el olor todavía fresco de pintura y muebles recién montados. El sol de la mañana iluminaba el polvo suspendido en el aire, y en medio de todo eso, Lucas parecía un torbellino de energía con su delantal aún manchado de harina de la noche anterior.
Colocó la bandeja sobre la mesa, y Amélie se sentó frente a él, cruzando las piernas bajo la bata, con gesto desconfiado.
—Bien —dijo ella—. Demuéstrame que estos croissants no son armas de destrucción masiva.
Lucas tomó uno con decisión y le dio un mordisco exagerado. El crujido fue fuerte, casi como un tronco seco partiéndose. Él masticó con entusiasmo, aunque por un segundo sus ojos se humedecieron por lo duro.
—¿Ves? Delicioso —mintió con total descaro.
Amélie lo miró con incredulidad, luego alargó la mano, tomó otro y lo probó con cautela. El sabor era una mezcla extraña de mantequilla, harina y… carbón. Muy lejos de un croissant francés de verdad.
—Lucas… esto es un crimen contra la repostería —dijo finalmente, con tono solemne.
Él se encogió de hombros, divertido.
—Lo importante es la intención, ¿no?
—Sí, claro —bufó Amélie, bebiendo un sorbo de café para disimular la mueca—. La intención de matarme asfixiada.
Ambos rieron, y durante un instante la tensión se disipó. Sin embargo, la tregua no duró demasiado. Un pitido agudo interrumpió la mañana. Primero débil, luego más insistente.
Amélie abrió los ojos como platos.
—No… no puede ser otra vez.
Lucas se levantó de golpe, mirando alrededor. El humo empezaba a salir de la pequeña bolsa de papel donde guardaba el resto de los croissants. Al parecer, aún estaban calientes y la bolsa había comenzado a quemarse sobre la bandeja metálica.
—¡Maledizione! —gritó Lucas, tomando la bolsa y agitándola desesperado.
El detector de humo, sensible como siempre, empezó a chillar con una furia infernal.
—¡No, no, no! —Amélie se tapó los oídos, desesperada—. ¡Es la segunda vez en menos de 24 horas!