Marcelo por ayuda “divina”
—¡Marcelo, levántate! Vamos a llegar tarde a la cita.
—Abuela, déjame dormir un poco más… me acosté tardísimo.
—Eso debiste pensarlo anoche cuando saliste con tus amigos. ¡Ahora date prisa!
Me miro al espejo y el reflejo no es alentador: el cabello, mi indomable rebelde, está todo alborotado —así le llamo cuando se niega a cooperar—; restos de delineador corren por mis mejillas como si hubieran huido de una tragedia griega. “Qué imagen tan deplorable… eso pasa cuando la flojera te gana”, pienso, y con ese pensamiento dando vueltas, vuelvo a dejarme caer en la cama, aún tibia, aún acogedora, aun cruelmente irresistible.
—¿¡Aún estás en la cama!? —retumba otra vez la voz de la abuela desde la puerta de mi habitación.
—Te ves horrible. ¡No te dejes ver así del amor porque sale corriendo! ¡Apúrate, Marcelo!
—Si dejaran de venir a apurarme, quizás ya estaría lista. ¿Puedo ir al baño sin interrupciones, por favor?
Bajo al rato, ya transformada: sin rastro de la noche alargada con amigos, sin desastres en el rostro. El maquillaje correcto, el cabello domado a la fuerza, la ropa disimulando el cansancio.
—Listo, aquí estoy. Cuando quieran, salimos.
—Sí, cariño —responde la abuela Leti con su dulzura habitual—. Pero primero come algo. No quiero que te me desmayes por ahí.
En ese momento, el timbre interrumpe la escena. El sonido metálico me sobresalta ligeramente.
—Abu, yo abro —digo mientras me levanto de la mesa.
Un chico de paquetería me espera al otro lado de la puerta.
—Una entrega para el señor Marcelo Andrade —dice, mirando la hoja de reparto sin levantar la vista.
—Soy yo.
Entonces me mira. Sus ojos se abren como si acabara de presenciar un truco de magia. Me observa de arriba abajo, confundido. La sorpresa en su cara me arranca una sonrisa.
—Tranquilo, no estás viendo mal. Yo soy Marcelo Andrade. ¿Dónde te firmo?
Señala el papel, visiblemente incómodo, evitando el contacto visual. Lo entiendo. A muchos les pasa lo mismo. Esa reacción es pan de cada día. Antes me dolía, ahora hasta me resulta cómico. Pero no siempre fue así.
Hubo un tiempo en que todo eso era un infierno.
“No hay nada malo con tu nombre, Marcelo. Es un nombre normal, como cualquier otro”, me repetía mi abuela todos los días. Pero eso no ayuda cuando tienes seis años y tu entorno te grita lo contrario. Sí, Marcelo es un nombre lindo. Sería más sencillo si fuera "normal", si no fuera una fuente constante de acoso... si, por ejemplo, yo tuviera un pene. Pero no. Tengo una vulva entre las piernas.
¿Creyeron que Marcelo era un chico? Pues no. Soy esa chica a la que un error tipográfico le cambió la vida.
Mis abuelos fueron al registro civil emocionados por inscribirme como Marcela. Pero la asistente —una mujer distraída, tal vez soñando despierta o simplemente ineficiente— escribió una “O” donde debía ir una “A”. Así nací legalmente como Marcelo.
Unas semanas después, mis abuelos se dieron cuenta del error. Pero en vez de corregirlo, se enredaron en sus supersticiones. Decían que era un signo del universo, un regalo cósmico, una señal de que yo estaba destinada a ser diferente. Iluminada por los dioses, decían. Especial. Una elegida, quizás. O tal vez era solo una forma de justificar la metida de pata… o de aferrarse a sus creencias gitanas para no enfrentar la burocracia.
Pero en el fondo, yo sentía que la culpa los acusaba. Con el tiempo, mis abuelos empezaron a llamarme “Mer”, como si ese apodo suave y corto pudiera borrar el error original. Marcelo quedó reservado para los regaños, para cuando rompía un vaso o respondía de más. Y aunque sus intenciones eran buenas —junto con todas esas bendiciones de las estrellas que tanto les gustaba invocar—, la magia se desvaneció en cuanto llegó la hora de ir a la escuela.
#2455 en Novela romántica
#878 en Chick lit
del odio al amor, equivocaciones amor amistad, romance y humor
Editado: 03.10.2025