Prohibido Enamorarse (pero se nos fue la mano)

CAPÍTULO 2

Fue entonces cuando la verdadera batalla comenzó.

Yo caminaba por los pasillos con mi falda del uniforme ondeando a cada paso, fingiendo seguridad, mientras por detrás se desataba el coro cruel de mis compañeros:

“¡Travesti! ¡Niño disfrazado!”

Y risas. Y dedos que señalaban. Y miradas como dagas.

No estaba dispuesta a soportarlo, no eternamente.

A partir del tercer grado decidí que, si iba a llevar el nombre de un dios romano, debía hacerle honor. Marcelo, decían, viene de Marte, el dios de la guerra. Y así lo tomé. Me convertí en una guerrera, en una chica que no se dejaba. Contra todo pronóstico, cuando terminé la primaria ya le había ayudado a mudar los dientes a más de uno. Incluso la abuela Leti terminó con una silla VIP en la oficina del director: ya ni preguntaban qué había hecho yo, solo se la traían con cafecito.

Pero la guerra cambió de frente cuando las hormonas comenzaron a hacer su trabajo… o al menos, a intentarlo.

Las mías, al parecer, se declararon en huelga.

La adolescencia es como una selva con espejos: todo está cubierto de sombras y reflejos distorsionados. Te pasas años buscando quién eres, mientras esquivas los juicios de quienes creen saberlo mejor que tú.

Veía con una mezcla de envidia y desconsuelo cómo, en las otras chicas, empezaban a brotar esas protuberancias que tanto llamaban la atención de los chicos. Las caderas se redondeaban, los cuerpos se transformaban en algo que la sociedad celebraba. Mientras tanto, yo seguía con el pecho plano y la figura recta como un palo. Hasta el punto en que, entre risas amargas, decía que mi abuelo tenía más tetas que yo.

—¡Me odio! ¡Odio todo de mí! —me gritaba frente al espejo.

Era un pensamiento constante durante mi adolescencia. Mi carácter rebelde se agudizó y mis abuelos ya no sabían cómo manejar mis cambios de humor. Fue durante uno de esos episodios de rabia contra el mundo, cuando cursaba noveno grado, que me transformé por completo: me corté el cabello al ras, como un niño; quemé mis vestidos uno por uno, con una especie de placer vengativo; tiré a la basura todo el maquillaje que alguna vez intenté usar. Desde ese día, comencé a vestirme como el Marcelo que todos decían ver. Fue mi armadura, mi declaración de guerra.

Tenía dos amigas que me salvaron de volverme del todo invisible: Ana y Rosario. Ana era como una chispa constante, la típica que decía todo lo que pensaba sin pedir permiso. Rosario, en cambio, era la calma, una especie de isla en medio del caos hormonal del colegio.

Ambas me aceptaban sin preguntas.

—¿Y entonces? ¿Hoy eres Marcelo o Mer? —me preguntaba Ana un martes cualquiera.

—Hoy… solo quiero existir, ¿te sirve?

—Perfecto —respondía ella, dándome un puñito.

Con ellas no tenía que explicarme. No les importaba si me pintaba las uñas un viernes o si el lunes llegaba con el cabello rapado. Me querían, punto. Eso fue mi primer ancla: descubrir que no todas las miradas duelen, que hay ojos que abrigan.

Y luego estaba “él”.

No fue mi primer amor, pero sí el primero que me sacudió por dentro.

Se llamaba Julián. Tenía los ojos del color del té con leche y una sonrisa torcida que me hacía olvidar el suelo. Era de un curso superior, y me habló por primera vez en la fila de la cafetería, cuando le regalé mi último chicle.

—Gracias… Marcelo, ¿cierto? —dijo, con una seguridad que me desarmó.

—Sí —respondí, esperando el gesto, la risa incómoda, el típico: "¿Marcelo? Pero si eres...".

Pero no. Nada. Solo sonrió y se fue.

Desde entonces, me saludaba con un guiño y, de vez en cuando, se sentaba junto a mí en el recreo. Hablábamos de música, de series, de libros que yo fingía haber leído solo para impresionarlo. No sabía si me veía como una chica, como un chico, o simplemente como alguien… pero me hacía sentir “vista”. Y eso, a esa edad, era todo.

La primera vez que sentí que mi corazón podía romperse fue por él. Lo vi besándose con otra chica, una de esas que parecía sacada de una serie gringa, con el uniforme perfectamente entallado y la piel como de revista.

Volví a casa, tiré mi mochila al suelo y me encerré en el baño.

Lloré hasta que no me quedó aire. Pero no fue por Julián.

Fue porque, por un segundo, creí que tal vez si yo “fuera” como esa chica, tal vez él… Y odié haberlo pensado.

—No necesitas convertirte en nadie —me dije esa noche, mirándome en el espejo empañado—. Ya eres suficiente. Incluso si no lo pareces para todos.

Y comencé a escribirme frases en el espejo con marcador borrable:

“Eres valiente.”

“Eres más que un nombre.”

“Eres tú, y eso basta.”

Empecé a hacer las paces con mi reflejo, a mirar mi cuerpo sin esperar que me diera respuestas, sino aprendiendo a agradecerle que fuera mío. Comencé a dejar de pelear con él, y más bien a preguntarle qué necesitaba. A veces era descanso. A veces era ternura. A veces era sólo silencio.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.