Prohibido Enamorarse (pero se nos fue la mano)

CAPÍTULO 3

La agonía de la incertidumbre.

Estacionamiento del coliseo Universitario…

—¿Para qué me das esto?

—Vas a conducir tú. Sabes que ese es el trato.

Diego y sus malditas manías. Siempre me lanza las llaves como si manejar fuera un favor que yo le debo. No entiendo por qué demonios tiene un auto si no le gusta conducirlo. Aunque bueno, con padres como los suyos, tener cosas que no necesitas es casi parte del ADN.

—No entiendo para qué tienes auto si no te gusta manejar.

—Ya sabes que no fue idea mía. Ahora conduce.

Resoplé. Siempre es lo mismo. Arranqué el motor, y el rugido del carro fue lo único que me calmó un poco. Pero la calma me duró exactamente tres cuadras.

Un imbécil en moto apareció de la nada, se cruzó en mi carril como si estuviera jugando GTA en la vida real.

—¡Oye, idiota! ¡Vas en contravía! —le grité, apretando el volante con tanta fuerza que mis nudillos se pusieron blancos—. ¡Imbécil!

Diego suspiró como si fuera mi madre.

—Esteban, cálmate. Se te va a reventar la úlcera.

—Odio a los motociclistas. Se creen los dueños de la carretera —escupí, mascando la rabia como si fuera chicle viejo.

—Tú odias a todo el que no haga tu voluntad.

—¡Diego, ya cállate! No estoy de humor para tus reflexiones de terapeuta frustrado.

Diego me miró de reojo, con esa sonrisa suya entre fastidio y ternura. Me conoce demasiado bien, y por eso no se toma en serio mis desplantes.

—Hmm… estás hecho un trapo sucio, no hay por donde agarrarte. Pero puedo adivinar el motivo: aún no sabes quién será tu nuevo compañero de cuarto, ¿cierto?

Suspiré profundo, el aire me supo a ansiedad y estrés porque no quiero ni imaginar que sorpresa tiene preparada para mi el universo.

—No… y eso me tiene estresado. Solo espero que no sea otro marica.

Diego soltó una carcajada como si acabara de contarle el mejor chiste del año.

—¿Y ese odio repentino? Tú no eras así. Siempre has sido tolerante con eso.

—No los odio, ¿ok? —bufé—. Pero no dirías lo mismo si hubieras tenido que salir en calzoncillos a medianoche porque tu compañero de cuarto te quería… comer vivo – respondí, mientras mis manos apretaban el volante un poca más de la cuenta.

—Exageras —rio.

—¿Exagero? Dos. ¡Dos! Me han confesado su amor. Y el último… el último se me lanzó encima mientras dormía. ¿Te parece exageración? Me hubiera encantado verte a ti con un tipo encima, intentándote bajar los calzoncillos.

—Solo digo que un besito no se le niega a nadie. Tal vez deberías cambiar el champú. El cítrico puede ser afrodisíaco —soltó con toda la seriedad que pudo fingir.

No pude evitar reírme, aunque fuera por dentro. Me acordé de su cara la noche en que me rescató, yo tiritando en ropa interior en la entrada del edificio. Ridículo, lo sé… pero no gracioso en ese momento.

—¡Diego, deja de recordarlo!

—Entonces cámbiate a los dormitorios individuales. Así evitas tanto drama.

—Sabes que no puedo pagarlo.

—Entonces vive conmigo.

La oferta me tomó por sorpresa, aunque no era la primera vez que lo decía.

—Tú sabes que no me molesta. Eres el hermano que nunca tuve.

Me dolió un poco rechazarlo, pero no puedo… no quiero.

—No voy a aceptar eso. Tus papás ya han hecho demasiado por mí. Además, tú eres un desastre: dejas la toalla mojada sobre la cama, aprietas el tubo de crema dental por donde sea. No podría vivir con eso.

Diego hizo pucheros. Literalmente.

—Aunque no me creas, ya me reformé.

—Sí, claro. Y la luna es de queso.

Ahí fue cuando dijo lo que no debía.

—Acepta la ayuda de tu padre.

Ese señor. No, no, no. No puede simplemente sacarlo a relucir como si nada.

—No necesito nada de ese hombre —dije, frío como el mármol—. No voy a volver a estar bajo su sombra. Me costó mucho salirme de ahí. No está en discusión.

—Algún día deberías escucharlo. Tal vez no sabes toda la historia. Además, no entiendo por qué te niegas si cuando Armando muera, todo será tuyo.

—Ya llegamos —corté, con voz de piedra—. Y no vuelvas a hablarme de ese señor.

El silencio nos envolvió con su manto impenetrable

Me bajé del auto sin mirarlo. Respiré hondo. El aire tenía ese olor seco y tibio del concreto calentado por el sol. Cerré los ojos un segundo, intentando encontrar calma. A veces siento que vivo en guerra conmigo mismo, con el pasado, con ese nombre que me pesa como una condena.




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