Prohibido Enamorarse (pero se nos fue la mano)

CAPÍTULO 4

Esteban Ferrer

Soy Esteban Ferrer. Hijo de una mujer que hizo de su amor una muralla.

Hijo de nadie más.

Crecí cambiando de casa como quien cambia de camisa. Nunca tenía tiempo de hacer amigos. Mi infancia fue una maleta rota. Hasta que un día, cuando tenía trece años, vi salir a un hombre bien vestido de mi casa. Quise preguntar quién era, pero mi madre solo dijo:

—Empaca, nos vamos.

No entendí por qué mi mamá tomó esa decisión.

Un día estábamos bien —o tan bien como podíamos— y al siguiente estábamos haciendo maletas para mudarnos a otra ciudad, otra vez. Pero esta vez fue distinto. No era solo un cambio de vecindario ni una de sus decisiones impulsivas. Esta vez fue más lejos. Esta vez cruzamos la frontera y llegamos a una casa tan grande que yo ni siquiera sabía por dónde empezaba.

La casa del Magnánimo Armando Ferrer.

El hombre que, según descubrí después, era mi padre.

Al principio no entendí nada. Pero tres meses después, cuando mi mamá empezó a enfermarse… todo empezó a tener sentido.

Primero fue el cansancio, luego las visitas al hospital. Después, las hospitalizaciones se volvieron la norma. Más largas cada vez. Y cuando llegó Navidad, no había luces, ni cena, ni risas. Solo un sillón vacío, una habitación en silencio… y ese hombre. Ese extraño con mi apellido.

Mi padre.

La palabra todavía me suena rara en la boca.

Él nunca estuvo para mí. Nunca estuvo para nosotros. Mientras mi mamá trabajaba hasta que los pies le sangraban, él tenía todo. Mientras nosotros contábamos monedas para el pan, él salía en revistas como el empresario del año.

¿Cómo se supone que debía perdonarle algo así?

La rabia era como un ladrillo en el pecho. Cada vez más pesado. Lo culpaba por las ojeras de mi madre, por su espalda encorvada, por sus noches sin dormir. Por todo.

Pero lo peor fue quedarme solo con él. Porque, aunque vivía en esa casa gigante, rodeado de lujos, yo me sentía más huérfano que nunca.

Menos mal estaba Diego.

Lo conocí en el colegio nuevo, en medio de un caos como todos los días. Unos tipos de grados superiores le estaban dando una paliza a un niño flacucho. Nadie hacía nada. Todos miraban. Yo no.

Me metí sin pensarlo. Y entre golpes y empujones, terminé en el suelo junto al otro chico. Diego. Me miró con cara de “estás loco” y yo le respondí con una sonrisa sangrienta. Desde ese día, nos volvimos inseparables.

Él tenía lo que yo no: una familia que abrazaba sin condiciones. Que me abría la puerta sin preguntar. Que me hacía sentir parte. En su casa podía ser yo. Reír. Respirar. Sin que la sombra de Armando me persiguiera.

A los dieciséis, conseguí un trabajo por las tardes en una de las empresas del papá de Diego. Lo hice a escondidas, claro. Armando no aprobaba que “su hijo” trabajara como un obrero. Pero a mí me importaba una mierda. Quería reunir lo suficiente para irme en cuanto terminara el colegio. Esa era mi meta. Y lo logré.

Terminé la secundaria con buenas notas. Me maté entrenando. Aplicaba a becas como si fuera un deporte extremo. Y gané una. Una beca completa por deporte y rendimiento académico. Incluía residencia en el campus, lo cual era perfecto porque quería estar lo más lejos posible de Armando Ferrer.

Él, por supuesto, tenía otros planes. Quería mandarme al extranjero, a estudiar economía en una universidad donde todo se pagaba en euros o libras. Incluso me compró un apartamento en la ciudad, solo para evitar que viviera en los dormitorios. Pero no. No quise nada. Ni un peso, ni una palabra, ni un maldito mueble.

Todo lo que soy, me lo he ganado yo.

Ahora solo me falta este último año para terminar una maestría en economía, como él quería. Pero no por él. Por mí. Porque quiero entender cómo funciona este sistema podrido que hace que unos vivan en mansiones mientras otros comen sobras.

Y además… está el bar.

Un proyecto que comenzó como una broma entre Diego y yo, y terminó siendo casi nuestro. No figuramos como dueños aún, pero lo manejamos como si lo fuéramos. Cada noche detrás de esa barra me siento libre, lejos de oficinas, apellidos y expectativas.

El hombre al que ahora llaman mi “padre”. Yo no. Para mí es solo un nombre. Un fantasma al que le cerré la puerta hace años.

Y no pienso abrirla.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.