La habitación compartida.
No lo podía creer. Después de semanas de espera, entrevistas, papeleo y recorrer media ciudad cargando con mi currículum, por fin tenía algo sólido entre las manos: una beca para estudiar la maestría en finanzas en una de las mejores universidades del país. El sueño comenzaba.
Durante siete días me hospedé en un hotel barato, más ocupada en conocer el campus y los alrededores que en descansar. Pero hoy, por fin, me avisaron que podía mudarme a mi dormitorio en el campus. Habitación 1701, bloque 17. ¡Mi nuevo hogar!
Solo había un pequeño detalle que me ponía algo nerviosa: compartir habitación. Ojalá, mi compañera, sea amable, respetuosa, y no tenga la costumbre de hablarme mientras se cepilla los dientes con la boca llena de espuma. O peor: que sea de esas que escuchan reguetón a todo volumen desde las siete de la mañana.
Al entrar, noté de inmediato que la habitación ya estaba ocupada. La cama junto a la ventana estaba hecha con precisión militar. “Temperamento rígido,” pensé. Había una fotografía en la mesa de noche: una mujer cargando a un niño pequeño. Me detuve un instante. Madre e hijo, tal vez. No pude evitar sonreír. Había algo tierno en esa imagen.
Todo estaba impecable. La encimera limpia, los pocos utensilios acomodados con disciplina. “Santo Dios, ella debe ser de esas que cuadran hasta un balín”
En la nevera apenas un par de cosas: una manzana, una botella de agua, un yogur. Nada más. Supuse que mi compañera también era estudiante becada. Como yo.
Miré al balcón. Había un tendedero pequeño con una camiseta de deporte colgando. El número 23. Recordé haber leído que estaba prohibido secar ropa en los balcones, pero esa no se veía desde afuera. Me cayó bien, pensé. Precavida eso me gusta. Con suerte, podríamos llevarnos bien.
Exploré el baño. Igual de limpio. Un cepillo, un vaso, un champú de olor cítrico. Todo muy normal. Aunque… una de las puertas del gabinete estaba cerrada con llave.
—Además de ordenada, desconfiada —murmuré con una sonrisa, sin tomarlo a mal. Después de todo, no me conocía.
Coloqué mi maleta junto a la otra cama, la que supuse era la mía, y saqué algunas cosas del morral: mis libros, la foto de mis abuelos, y un pequeño cactus que me acompaña desde hace dos años. No necesita mucha agua, ni sol, ni cuidados. Como yo.
No me quedé mucho tiempo.
La ciudad me llamaba y yo tenía una cita pendiente con la única compañera que nunca me ha fallado: “la Consentida”. Así llamo a mi moto. Una BMW negra y plata que me regalaron mis abuelos en mi segundo año de universidad. Es mi orgullo, mi cable a tierra, y a veces… mi armadura.
Mi amor por las motos empezó cuando tenía quince años. Era ese tipo de niña andrógina, de facciones suaves, que la gente no sabía bien cómo clasificar. Pero cuando vi aquella exhibición de motocicletas en el parque de mi ciudad, algo en mí hizo clic. La velocidad, el ruido, la libertad… todo eso me hablaba.
Trabajé como loca durante un año entero para comprarle una vieja moto a un vecino. Estaba oxidada, polvorienta, casi inservible. Pero la restauré pieza por pieza, con ayuda de un mecánico que se convirtió en mi cómplice.
Mis abuelos casi se mueren del susto. Me dieron miles de sermones. Pero era la única cosa en la que no estaba dispuesta a ceder.
Para decimo grado ya tenía una moto más grande que yo. Me convertí en una rareza. Una mezcla entre rebeldía, gasolina y sueños. Tuve tres motos antes de cumplir veinte. La Consentida fue la cuarta. Y la más especial.
Esa tarde recorrí media ciudad con el viento golpeándome el casco, el rugido del motor vibrando en mi pecho y esa sensación adictiva de que el mundo podía irse al carajo mientras yo giraba una curva perfecta.
Lo que no sabía era que, justo unas cuadras atrás, un chico exhausto por un partido de baloncesto me lanzaba una mirada de odio desde su auto.
Un chico que no imaginaba que pronto tendría que compartir baño, cocina, silencio, enfados… y tal vez algo más conmigo.
Y que mi nombre —Marcelo— lo iba a descolocar más de una vez.
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Editado: 03.10.2025