El amanecer se filtraba entre los tejados de Lysara, tiñendo las calles empedradas de un naranja cálido, aunque para Ariadna, el color del sol era irrelevante. Lo que sentía era un calor que no provenía del cielo, sino de algo mucho más antiguo, más profundo, algo que ardía dentro de ella desde el primer aliento de su vida. El fuego no era un amigo, ni siquiera un enemigo; era una marca, un recordatorio constante de que no era como los demás.
Caminaba por los callejones estrechos del barrio antiguo, con la capucha baja y las manos envueltas en guantes de cuero. Cada vez que rozaba una pared de piedra, sentía cómo la energía de la ciudad respondía a su presencia, como si el mundo supiera que ella era diferente. Sus ojos ámbar brillaban con intensidad bajo la sombra de la capucha, y más de un transeúnte se detuvo un segundo demasiado largo, fascinado o asustado, incapaz de apartar la mirada.
—No mires demasiado —susurró para sí misma, recordando las palabras de su madre—. El fuego no perdona la curiosidad.
Ariadna respiró hondo. Hoy era uno de esos días en que la sensación de alerta no la abandonaba. Algo en el aire olía extraño, una mezcla de humo frío y tierra húmeda. No era humo de fogatas, ni de la herrería del mercado; era distinto. Peligroso.
Mientras tanto, en lo alto de las torres de obsidiana que custodiaban Lysara, Tharen la observaba en silencio. Cada movimiento de su figura era un recordatorio de todo lo que había perdido, de la maldición que lo cubría como cenizas vivientes. Su cuerpo llevaba marcas que ardían con recuerdos de batallas, pérdidas y advertencias que ningún humano debería cargar. Y, sin embargo, algo en Ariadna lo atraía, un hilo invisible que tiraba de él hacia ella. Un juramento antiguo, olvidado incluso por él, despertaba en ese instante.
Ariadna llegó al mercado justo cuando los primeros comerciantes desplegaban sus puestos. Los aromas de pan recién horneado y especias picantes llenaban el aire, pero ella apenas los notaba. Sus sentidos estaban concentrados en algo más pequeño, más sutil: un susurro detrás de un puesto de telas, un movimiento que no encajaba, un rastro de humo gris que se levantaba sin origen aparente. Su corazón se aceleró.
—¿Quién está ahí? —preguntó, aunque su voz apenas superó el murmullo de la mañana.
El aire pareció vibrar. De las sombras del callejón surgió una figura que se movía con la gracia de alguien que había caminado entre peligros durante años. Tharen bajó con pasos silenciosos, su presencia invisible para todos excepto para ella. Cuando finalmente sus ojos se cruzaron, un escalofrío recorrió el cuerpo de Ariadna. No era miedo; era reconocimiento.
—Eres tú —susurró Tharen, su voz grave, cargada de años de silencios y secretos.
Ariadna tragó saliva, consciente de que las palabras no eran necesarias para entenderse. El vínculo que los unía era antiguo, más antiguo que la ciudad misma, un juramento que los había marcado mucho antes de que nacieran.
—Lo sé —respondió ella, y por un instante, el tiempo pareció detenerse. Cada sonido, cada movimiento del mercado desapareció. Solo existían ellos dos y la promesa que flotaba entre ellos.
Pero el mundo nunca esperaba. El susurro de magia oscura rompió el silencio, un aroma acre que hizo que Ariadna retrocediera. Tharen frunció el ceño, alertado.
—No podemos quedarnos aquí —dijo, sus ojos escudriñando cada sombra—. Algo se mueve en la ciudad, y no es natural.
Ariadna asintió, ajustando sus guantes y respirando hondo. Sentía el calor de su fuego interno creciendo, una advertencia de que la acción se acercaba. Cada chispa que surgía en su interior era un recordatorio de lo que estaba en juego: poder, peligro, y un destino que ninguno de los dos podía evitar.
Juntos, avanzaron hacia el corazón del mercado, donde el olor a cenizas y la tensión en el aire se intensificaban. Cada paso era un recordatorio de que su vínculo era más fuerte que el miedo, y que la promesa que los unía podía salvar o destruir no solo sus vidas, sino todo lo que conocían.
Y mientras el sol se alzaba, iluminando las torres de Lysara con un brillo dorado, ambos supieron que nada volvería a ser igual. Porque en un mundo donde el fuego protege y devora a partes iguales, y donde las cenizas guardan secretos imposibles, su historia apenas comenzaba.