El invierno siempre llegaba temprano al barrio donde Maite y Enzo crecieron, como si la nieve quisiera cubrir las grietas de las paredes y los silencios que habitaban la casa vieja donde vivían. Cuando eran pequeños, ese lugar tenía un brillo que no aparecía en ninguna otra parte del mundo. Era su refugio, un espacio donde la risa de Maite podía iluminar pasillos enteros, donde Enzo corría con la convicción de que nada malo podía alcanzarlos si estaban juntos.
Ella tenía esa forma de mirar a las personas con ternura, como si pudiera ver las partes rotas que nadie más quería mostrar. Para Él, eso era suficiente. Desde el día en que llegó, delgada y silenciosa, con un cuaderno apretado contra el pecho, supo que la vida le estaba regalando algo que no sabía que necesitaba: una hermana, una compañera, un hogar dentro de un cuerpo ajeno.
Siempre la seguía a todas partes. A la tienda del señor Molina, donde compraban dulces que dejaban los dedos pegajosos. A las escaleras del edificio abandonado donde imaginaba mundos imposibles. Al río, donde tiraban piedras mientras soñaban con escapar algún día, no porque el lugar fuese malo, sino porque creían que el futuro sería tan grande que necesitan espacio para correr.
Pero esa ilusión se quebró una noche.
Una noche demasiado silenciosa, demasiado fría, demasiado rápida y triste.
Enzo abrió la puerta de la habitación y encontró a su pequeña guardando ropa en una maleta desgastada. La luz amarilla del pasillo pintaba sombras largas en su rostro. Sus manos temblaban al doblar una camiseta que el a minutos reconoció: era la que usaba cuando jugaban a esconderse en el parque.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó al verla, aunque su voz ya sabía la respuesta.
Maite lo miró lento, como si le costara sostener su mirada.
—Nos vamos —dijo, intentando sonar firme.
Enzo sintió cómo el mundo se desmoronaba bajo sus pies.
—¿A dónde? ¿Por qué?
Ella solo apretó los labios. No quería decirlo. No quería hacer realidad el dolor.
—Problemas…
Papá…
Deudas…
Tenemos que irnos esta misma noche.
Enzo negó con fuerza, casi con desesperación.
—No. No podemos irnos. Aquí está todo… aquí estás tú, estoy yo… ¿por qué tiene que ser así?
Pero la vida no suele dar explicaciones a los niños que aún creen en finales felices.
La puerta sonó como un golpe seco cuando se cerró detrás de ellos. El auto se alejó por las calles dormidas, y él miró por la ventana hasta que las luces de su casa desaparecieron.
Maite lo abrazó fuerte, como quien intenta sostener el alma de otro antes de que se le escape entre los dedos.
Enzo apretó sus lágrimas contra su pecho, prometiéndole algo que marcaría su vida entera:
“Te encontraré. No importa cuánto duela, no importa cuánto tarde… te encontraré.”
Y esa noche, sin saberlo, los dos perdieron algo que jamás volvería a ser igual.
Editado: 26.11.2025