Promesas al Horizonte

Dos recuerdos en la oscuridad

El tiempo avanzó sin piedad, moldeándolos a ambos de formas que ninguno esperaba.

Enzo creció en las calles, en trabajos temporales, en noches sin sueño. Aprendió a defenderse antes que a confiar. Aprendió que el mundo no siempre te da oportunidades, pero sí golpes. Su cuerpo se volvió fuerte, pero su corazón siguió frágil, protegiendo un recuerdo que guardaba en un cajón: una foto arrugada donde él y Maite reían sin saber que algún día esa risa sería un ancla, una herida abierta y un refugio al mismo tiempo.

A veces, murmuraba palabras que no sabía si eran rezos o lamentos:

Ojalá pudiera volver al día en que caminabas a mi lado sin miedo. Ojalá supiera si aún me recuerdas.

Maite también cambió. Trabajó en todo lo que pudo: cafeterías baratas, bodegas, oficinas ruidosas. Cada vez que alguien le preguntaba si tenía familia, guardaba silencio. No sabía cómo explicar que su familia era un niño que desapareció en medio de una noche helada.

Había lugares que evitaba sin entender por qué: un callejón estrecho, una tienda vieja, un muro lleno de grafitis. Cada vez que pasaba por ahí sentía un tirón en el pecho. Algo dentro de él decía que debía recordar, pero la vida le exigía seguir adelante.

Mientras tanto, Él buscaba. Buscó en listas, en barrios, en refugios, en hospitales. Nunca encontraba nada concreto. A veces creía que debía rendirse, pero cada vez que veía la foto arrugada, escuchaba en su mente la risa de ella, y sabía que no podía abandonarlo.

Hasta que el destino —ese que juega con ironías dolorosas— decidió intervenir.

Una tarde gris, caminaba por un callejón cuando escuchó una discusión. Al girar la cabeza, vio a un grupo empujando a alguien contra un muro. Un hombre de hombros delgados, con la misma expresión temerosa que Enzo recordaba.

Algo dentro de él explotó.

Corrió.

No pensó.

Golpeó, apartó, defendió con toda la rabia de los años perdidos. Cuando el grupo se dispersó, jadeante, el se acercó a la muchacha.

—¿Estás bien? —preguntó, aún con la voz temblando por la adrenalina.

La joven levantó la mirada. Sus ojos, grandes y oscuros, se encontraron con los de Lorenzo.

El mundo se detuvo. La respiración se cortó. El pasado rugió dentro de ambos.

—Enzo… —susurró Maite, como si su alma lo reconociera antes que su mente.

el sintió que su corazón se rompía y recomponía en el mismo segundo.

—No puede ser… —murmuró—. ¿Mei mei?

Pero la multitud empezó a moverse. Gente curiosa se acercó. El caos creció. Y, como si fuera una broma cruel del destino, los dos fueron arrastrados en direcciones distintas.

Enzo gritó su nombre. Maite intentó alcanzarlo.

Sus manos estuvieron a centímetros… solo centímetros…

…y la vida los separó por segunda vez.




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