El amanecer siempre tenía un color distinto dependiendo de dónde estuviera Maite. Pero esa mañana, mientras los primeros tonos rosados se derramaban sobre la ciudad, él sintió algo que hacía años no experimentaba: calma. Una calma frágil, como esas burbujas que vuelan apenas un instante antes de estallar.
Lorenzo estaba sentado a su lado, en los escalones deteriorados de la casa vieja, y por primera vez desde su reencuentro no había urgencia, ni miedo, ni rabia acumulada. Solo un silencio lleno de cosas que aún no sabían cómo decir.
Los ladrillos rotos detrás de ellos conservaban la sombra de lo que fueron, dos niños que corrían con la certeza de que el futuro era una promesa luminosa. Ahora, adultos con heridas que no se ven, ambos cargaban un peso distinto: el de haber sobrevivido sin el otro.
Ella respiró hondo, dejando que el aire frío de la mañana llenara sus pulmones. Sabía que lo que tenía que decir sería una herida más, pero también una liberación.
—Enzo… —empezó, con voz suave, cuidadosamente controlada—. Tengo que irme.
El no la miró al principio. Clavó los ojos en la calle vacía, donde la luz comenzaba a empujar suavemente a la noche. La palabra “irme” golpeó como un eco. No era la primera vez que la escuchaba… pero esta vez dolía de una manera distinta.
—¿Por cuánto tiempo? —preguntó él, aunque algo dentro de su pecho ya conocía la respuesta.
Maite tardó demasiado en contestar.
—No lo sé.
El viento respondió primero, moviendo suavemente las hojas secas del suelo. Un viento cálido, extraño para la época, que rozó la piel de ambos como si quisiera consolar lo inevitable.
Lorenzo cerró los ojos. Cada músculo de su cuerpo se tensó por un instante, antes de rendirse a la realidad.
—Te acabo de encontrar —susurró—. ¿Por qué ahora?
Ella bajó la cabeza. Sabía que él, quien nunca dejó de buscar, merecía una explicación. Pero había verdades que se habían vuelto huesos dentro de él, afiladas, difíciles de sacar sin causar más dolor.
—Porque si no me voy ahora… nunca voy a hacerlo —respondió finalmente—. Y necesito… Necesito aprender a existir sin miedo. A sanar lo que nunca pude enfrentar.
Lorenzo la miró entonces, realmente la miró. Vio el temblor en las manos de su pequeña Mei, la sombra en sus ojos, la culpa escondida detrás de cada pestañeo. Vio los años que pasaron sin él, los silencios que cargó, las heridas que le dejaron otros, o la vida misma.
Y entendió. A pesar del dolor que le atravesó el alma, lo entendió.
Maite continuó, su voz a ratos firme, a ratos quebrada:
—Durante todo este tiempo… Viví como si el invierno estuviera encerrado dentro de mí. No importaba cuánto lo intentara, siempre volvía el frío, siempre volvía la soledad. Pero ahora… tú apareciste de nuevo, como si fueras esa brisa cálida que anuncia que la primavera no está tan lejos.
Una tenue sonrisa apareció en sus labios.
—Y eso me dio valor para dar este paso. Para irme. Para empezar otra vez.
Enzo tragó saliva, sintiendo cómo algo se le rompía por dentro, pero también cómo algo se liberaba. Maite siempre había sido así: suave, luminosa, como un destello momentáneo. Y El… Enzo siempre había intentado aferrarse a esa luz con fuerza. Tal vez demasiada.
—¿Y yo? —preguntó en un murmullo—. ¿Dónde quedo yo en todo esto?
Maite lo miró como si su corazón se hubiera reblandecido por completo.
—Tú eres el motivo por el que puedo hacerlo —dijo—. Gracias a ti, ya no camino a oscuras. No importa lo que pase después, tú eres la parte de mí que seguirá siendo cálida incluso lejos de aquí.
El viento sopló nuevamente. Una brisa ligera, dulce, casi primaveral. Ella cerró los ojos y la sintió contra su piel.
—Es como dice esa canción que escuchábamos cuando éramos chicos —susurró, con un tono nostálgico—:
aunque el viento cambie, aunque la estación pase, regresaré allí donde mi corazón aún recuerda el camino.
No lo decía para consolarlo. Era una promesa. Una verdadera.
Enzo tuvo que apartar la mirada porque el dolor amenazaba con desbordarse. Pero Maite colocó una mano sobre su mejilla, obligándolo suavemente a enfrentar sus ojos.
—Enzo… Lo que somos no termina aquí. No es un adiós triste. Es… una pausa. Como la primavera cuando todavía está lejos, pero ya puedes sentir su aliento en el aire.
El corazón de él pareció temblar ante esas palabras.
—¿Y si te pierdo otra vez? —preguntó con una sinceridad casi infantil.
Maite sonrió. Una sonrisa triste, pero llena de amor.
—No me vas a perder —dijo, y su voz tenía una ternura que dolía—. Porque ahora sí sé quién soy. Y sé quién eres tú para mí.
Se inclinó hacia él. Sus frentes se tocaron, y en ese contacto hubo un silencio tan profundo que parecía contener el universo entero. Lorenzo sintió el calor, el latido, la vida que tanto había temido no volver a encontrar.
—Volveré —susurró Maite, como una plegaria—.
Aunque el viento cambie. Aunque el mundo vuelva a separar nuestros pasos. Volveré a ti, porque eres mi estación favorita. Aquella que siempre regresa.
Las lágrimas de ambos cayeron sin permiso.
Maite las limpió con suavidad, como se limpia el polvo de un objeto precioso.
—Cuando te vayas… —dijo El—. El mundo va a sentirse frío otra vez.
—Lo sé —respondió Maite—. Pero también sé que eres más fuerte que ese frío. Y que cuando vuelva… quiero encontrarte viviendo, no sobreviviendo.
Lorenzo la abrazó entonces, un abrazo profundo, desesperado y tierno. Un abrazo que contenía despedidas pasadas, perdones, heridas, y un amor que el tiempo jamás había logrado romper.
El sol ya había salido por completo cuando se separaron. Ella dio unos pasos atrás.
Y el viento —siempre el viento— sopló otra vez.
Cálido. Suave.
Como una mano invisible acariciando sus mejillas.
Maite levantó la mano para despedirse.
Lorenzo la levantó también.
Editado: 26.11.2025