La primavera, que antes era apenas un murmullo, ahora se extendía por todo el valle como un susurro luminoso. El viento que siempre había sido un puente entre ellos soplaba más cálido, como si quisiera impedir que los recuerdos se dispersaran. Los pétalos danzaban en círculos lentos, cayendo alrededor de Maite y Lorenzo como una bendición.
Ambos se encontraban caminando por aquella villa camino a la plaza que tenía la mayoría de sus recuerdos de la infancia, contemplando la escena con una mezcla de nostalgia y aceptación. Eran los mismos que habían corrido por calles silenciosas, que habían esperado juntos la luz del amanecer y que habían aprendido que la belleza de estar unidos no estaba en la permanencia, sino en la intensidad con que se compartían los instantes.
Pero esta vez… Esta vez había llegado el verdadero final.
Era diferente al de aquellos años, cuando el anhelo había sido un grito atrapado en el pecho. Diferente al de cada primavera, donde la despedida había sido una caricia que se escapaba entre los dedos.
Ahora, era un cierre pleno: sereno, elegido, inevitable.
Él fue el primero en hablar.
—¿Crees que podremos volver a encontrarnos como hoy? —preguntó, con la voz trizada pero firme.
Ella sonrió con una dulzura madura, esa que solo nace cuando el corazón acepta su historia completa.
—El destino no siempre nos reúne en un mismo camino —respondió—. Pero sí nos deja grabados unos en otros. Mientras recuerdes lo que fuimos… no estaremos realmente lejos.
Maite bajó la mirada. En aquel instante, un fragmento del pasado regresó a él: las noches en que los dos se habían reunido sin cámaras ni luces, prometiendo que, pase lo que pase, guardaría ese tiempo como si fuera oro. “Algún día miraremos atrás —había dicho Enzo entonces— y sabremos que todo valió la pena”.
El viento sopló más fuerte. Parecía llamarles, como si el mundo quisiera empujarlos delicadamente hacia sus nuevos destinos.
—Quiero decir algo antes de que nos vayamos —dijo ella desde atrás, avanzando un poco hacia el círculo central—. Estas memorias… aunque duelan… son lo más bello que tengo.
Además añadió:
—Somos distintos ahora, más que cuando empezamos. Otros caminos… otras vidas. Pero el latido fue el mismo. Y todavía lo escucho.
Hubo un murmullo de aprobación. Un suspiro compartido.
Entonces, casi como una confesión que llevaba años queriendo salir, ella murmuró:
—Yo… yo también quiero prometer algo.
El la miro.
—Quiero prometer que no voy a olvidarte —dijo—. Aunque el tiempo cambie nuestras voces, nuestras manos, nuestras vidas… recordaré lo que sentimos cuando todavía éramos uno.
Y en ese instante, como si fuesen cuerdas afinándose, ambos no hablamos pero, por dentro ambos pensaron en una promesa silenciosa:
prometo esto, prometo aquello, prometo que volveré, prometo que no te borraré, prometo que seguiré brillando por lo que vivimos juntos.
No eran promesas hacia el futuro. Eran promesas hacia el pasado. Una forma de abrazarlo, de agradecer.
Ella respiró hondo. Caminó hacia el y tomó sus manos, un gesto que no necesitaba palabras.
—Sabes… —susurró— alguna vez cantamos que “esperamos tanto para este día”, y que cuando llegara, lo guardaremos como el más brillante. Hoy… Hoy es ese día.
Maite sintió la frase como un golpe suave al corazón. Era una resonancia, una memoria transformada, casi como la versión adulta de aquellas palabras que habían marcado su juventud: “Te esperaba desde siempre… y este momento es mi tesoro”.
No era una declaración romántica. Era algo aún más hondo: la despedida entre dos almas que se habían sostenido mutuamente sin siquiera saberlo.
Ambos se juntaron en un último abrazo. No uno apresurado ni dramático. Uno largo. Silencioso. Lleno de respiraciones, de temblores reprimidos, de risas que nacían sin querer mientras un par de lágrimas caían.
Un abrazo de final y comienzo.
Cuando al fin se separaron, el atardecer comenzaba a teñir el cielo de un dorado suave. En aquel resplandor, todos parecían versiones más claras de sí mismos.
—Entonces… —dijo Enzo, alzando la vista—, ¿nos vemos en el próximo amanecer?
Maite respondió:
—No será el mismo sitio, ni a la misma hora. Pero sí. Nos veremos. En alguna vida, en algún recuerdo, en alguna canción.
Lorenzo dejó escapar una risa corta, cargada de emoción.
—Entonces… prometido.
Y como si los cielos quisieran sellar aquel juramento, un último estallido de pétalos descendió sobre ellos. Un viento suave —esa brisa primaveral que una vez los unió— los envolvió por completo.
El mundo no se detuvo. Ellos tampoco.
Se dieron la espalda poco a poco, cada uno tomando una dirección distinta. El valle quedó silencioso, pero no vacío. El eco de sus risas, de sus sueños, de sus voces entrelazadas seguía allí… como un tesoro invisible que nunca abandonaría ese lugar.
Mientras caminaban, cada uno sintió lo mismo:
Hicimos lo mejor que pudimos. Brillamos juntos. Y hoy… por fin… puedo decirte esto sin miedo:
“Te prometo que te llevaré conmigo, incluso cuando ya no estemos caminando lado a lado.”
Un último rayo de luz cruzó el horizonte. El final no era una despedida amarga. Era un cierre sagrado.
Un final definitivo. Un final luminoso.
Un final prometedor.
Editado: 26.11.2025