Promesas al Horizonte

Epilogo

Mucho antes de que el viento los reuniera junto a la fuente, mucho antes de que las promesas se volvieran parte de su historia, hubo un día que ambos guardaron sin saberlo, un hilo invisible que los acercaba en secreto.

Maite tendría unos cuatro años. Lorenzo, quizá cinco.
Era una tarde de verano, de esas en que las horas parecen estirarse y el sol se queda jugando más tiempo de lo debido.

Los dos estaban en el mismo pasaje de la villa, aunque ninguno recordaba el rostro del otro con claridad. No eran amigos, no se conocían… pero compartieron un instante tan simple que, con los años, se volvió casi mágico.

Maite estaba sentada bajo un árbol enorme, intentando armar una corona de flores. Sus dedos pequeños se enredaban torpemente, y cada vez que una flor se soltaba, fruncía la nariz con frustración.

Lorenzo pasaba corriendo cerca, persiguiendo a un perro que no era suyo pero al que había decidido seguir como si fuera una misión heroica. Al ver a la niña peleando con su corona rota, se detuvo sin pensarlo.

—Estás haciéndolas muy apretadas —dijo con la lógica absoluta y desordenada de un niño—. Las flores se enojan cuando las jalas así.

Maite lo miró como si acabara de escuchar la revelación más importante del universo.

—¿Se enojan? —preguntó con los ojos grandes.

—Sí. Mucho —respondió él muy serio, aunque claramente inventándolo sobre la marcha—. Por eso se sueltan. No quieren que las manden.

Ella bajó la vista hacia las flores como si fueran pequeñas criaturas con voluntad propia.

—No sabía que podía lastimarlas…

Lorenzo se sentó frente a ella, con la confianza natural de un niño que nunca teme acercarse a nadie.

—No pasa nada. Mira, yo te enseño —dijo—. Mi mamá me enseñó a hacer coronas para mi hermana.

Con manos torpes pero decididas, comenzó a entrelazar los tallos de forma más suave, dejando espacios justos, como si los pétalos debieran respirar. Maite lo observaba con total atención, como si aquello fuera un arte sagrado.

—¿Así? —preguntó ella, imitando el movimiento de sus dedos.

—Exacto. No las aprietes… solo acompáñalas.

Y entre risas, tropiezos y algún pétalo escapado, hicieron una corona pequeña pero perfecta.

Lorenzo se la colocó en la cabeza sin avisar.
El pétalo más grande cayó justo sobre su nariz y Maite soltó una de sus primeras carcajadas transparentes.

—Te queda bien —dijo él.

—Gracias —susurró ella, tocando la corona con cuidado—. ¿Cuál es tu nombre?

Lorenzo abrió la boca para responder… pero un silbido llamó su atención. Su madre lo estaba buscando. Se levantó rápido, con la energía inagotable de un niño.

—¡Después te digo! —gritó mientras corría.

Maite lo vio alejarse, con los pétalos moviéndose alrededor de él como si lo siguieran. No sabía por qué, pero sintió que quería recordarlo siempre.

Y lo hizo.
De alguna forma, lo hizo.

Años después, en su despedida adulta, cuando el viento volvió a soplar entre ellos, algo en la mirada de Lorenzo se detuvo sobre una flor caída. Maite sintió un estremecimiento familiar.

No mencionaron aquel recuerdo —ninguno de los dos lo tenía nítido, apenas como un sueño dulce— pero sí sintieron que esa ternura del pasado había sobrevivido en sus corazones.

La corona de flores.
La risa infantil.
La inocencia compartida.

Fue el primer hilo.
La primera promesa que nunca dijeron.
El origen invisible de todo lo que un día serían.




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