POV: Mariana
No pensé que el verano pudiera cambiarme tanto. Pero lo hizo.
Volver al campus no me pesaba.
Lo que me pesaba era lo que traía conmigo.
Las miradas que no se dijeron.
Las palabras que quedaron en el aire.
Las pausas entre mates y caminatas por el campo.
La noche que ninguno se atreve a nombrar.
Él.
Lucas.
A veces cierro los ojos y vuelvo a aquel 10 de marzo de 2003, mi primer día en la universidad. Tenía diecinueve, los sueños claros y el corazón lleno de certezas.
Hoy, cinco años después, empiezo el último año. Y todo pesa distinto.
Las certezas duelen. Los sueños también.
Marcos —mi mellizo— estudia Agronomía; yo, Veterinaria.
Empezamos este camino juntos y, en teoría, lo vamos a terminar juntos también.
Después de madrugadas interminables de estudio, mates lavados a las cuatro de la mañana, parciales que parecían imposibles y noches sin dormir, la meta está ahí. A la vista.
A veces me digo que eso debería darme calma… pero no estoy tan segura.
Elegí esta carrera con el corazón.
Nací entre animales, en una estancia en Los Molinos.
Mi casa huele a pasto recién cortado, a tierra mojada después de la lluvia, a pan casero.
Papá en el campo, mamá en la cocina.
Creo que aprendí a querer a los animales mucho antes de querer al mundo.
La universidad fue un sueño posible gracias a los patrones de mis padres, que quisieron agradecerles los años de trabajo y nos dieron la oportunidad de estudiar en un lugar mejor.
Estoy acá por ellos. Por nosotros.
Y sí… extraño la estancia.
El canto que se escucha antes del amanecer.
La quietud.
Y extraño mi jacarandá.
Ese árbol fue siempre mi lugar, mi refugio.
Tardes enteras sentada bajo su sombra, el libro apoyado en las piernas, el perfume violeta de noviembre cayendo encima mío como si todo estuviera bien.
Mi rincón. Mi casa dentro de mi casa.
Acá, en la ciudad, también hay un jacarandá.
No tan grande, pero igual de hermoso.
Está escondido detrás del edificio viejo de Biología, siguiendo un sendero angosto que casi nadie usa.
Lucas lo encontró en primer año.
Después me llevó.
Desde entonces, ese lugar es nuestro.
O lo fue, hasta que dejó de ser un refugio y se volvió otra cosa.
Vivo con Marcos en un departamento modesto en Candioti.
Hace cinco años que llegamos y, si todo sale bien, este será el último.
Me da un poco de nostalgia pensarlo, pero también alivio.
Supongo que crecer es eso, ¿no?
Aprender a desprenderse sin que duela tanto.
Nos movemos en colectivo o en bici cuando el clima ayuda, aunque casi siempre nos trae Ismael.
Ismael tiene esa manera de aparecer justo cuando lo necesitás, como si supiera más de vos que vos misma.
Es amigo de Marcos desde el bachillerato y, de a poco, se volvió de los míos también.
Nunca fue de esos que intentan impresionar. No lo necesita.
Su forma de reír, de hacerte sentir cómoda, hace el resto.
Es el tipo de persona que convierte un mal día en tolerable con un gesto o un comentario al pasar.
La universidad me impresionó la primera vez que entré: pasillos grandes, aulas interminables, el eco de mis pasos mezclándose con los de cientos más.
Era como entrar en un mundo que parecía demasiado grande para mí.
Hoy, cuando vuelvo a atravesar esos mismos pasillos, me doy cuenta de que ya soy parte del lugar, de sus ruidos, de su gente.
Y aun así, este comienzo tiene otro sabor.
Sabe a final.
Los vi ahí, como si nada hubiera cambiado.
Lucas.
Mónica.
Ismael.
Marcos.
Nuestro grupo. Nuestro círculo.
Lucas, con ese pelo que nunca está quieto y esa calma que parece ensayada pero no lo está.
Mónica, siempre impecable: su ropa, su forma de hablar, como si cada palabra estuviera elegida con pinza.
Ismael, con la mochila al hombro y esa sonrisa entre irónica y cómplice.
Marcos, mi hermano, mi otra mitad.
Y yo… tratando de no mirar tanto a Lucas.
Porque mirarlo demasiado duele.
O asusta.
O ambas cosas.
Nos reímos, nos abrazamos, llenamos el aire de bromas para que no se note lo que realmente se sentía: ese nervio inquieto de saber que este año no sería como los otros.
Pero hubo un momento, apenas uno, en el que Lucas y yo nos miramos y la alegría se coló con algo más denso.
Como si ambos supiéramos que sosteníamos una historia que nadie más conocía.
Lucas y yo caminamos hacia Veterinaria; los demás se fueron para Agronomía.
Caminamos en silencio un rato.
Ese silencio que antes era cómodo… y ahora no tanto.
No sé si fue él o fui yo.
Lo único seguro es que ninguno dijo nada.
Al menos, no en voz alta.
Apenas se sentó en el aula, con el cuaderno sobre las piernas, sentí una presión en el pecho.
No era él, no del todo… era lo que no decíamos.
El gesto simple de su mano girando la lapicera.
La tensión en los dedos, como si también esperaran que yo hablara primero.
El aire estaba quieto, espeso, como si el aula también supiera que entre nosotros algo había cambiado.
Y aun así, lo único que sentía era su mirada.
Pasamos parte del verano juntos en la estancia, como cada año.
Pero algo cambió.
Ya no éramos los mismos.
Nuestras miradas tampoco.
Hubo una noche.
Una sola noche, bajo el jacarandá de la cabaña junto al río.
No sé si fue impulso o necesidad.
No sé si fue dolor… o deseo.
Lo único que sé es que al otro día yo ya no estaba.
Y él tampoco dijo nada.
Y ahora estamos acá.
—Hola —le dije, sonriendo sin entender bien cómo hacerlo sin parecer nerviosa.
—Hola, Mari —respondió él. Su voz sonaba igual de siempre. Sus ojos, no.
Me senté a su lado.
Como siempre.
Como si nada hubiera pasado.
Como si mis manos no recordaran el roce de las suyas.
Como si la piel no tuviera memoria.
Como si no hubiera sido yo la que me fui.
Editado: 13.11.2025