Promesas bajo el jacarandá

Capítulo 2: Compañeros de laboratorio

POV: Mariana

La biblioteca estaba más fría que de costumbre.
El olor a libros viejos y el ruido de las hojas pasando páginas nos envolvió.
Nos sentamos en una mesa lateral, como siempre.
Como si no estuviéramos sosteniendo un silencio que quemaba.
Aún me preguntaba por qué le dije que sí, y al mismo tiempo no sabía si era buena idea. No sé si acepté por costumbre o por miedo a lo contrario: a dejar de hacer juntos lo que siempre hicimos juntos.

Lucas abrió el cuaderno.
Yo, los apuntes.
Pero ninguno avanzó realmente.

Lo vi pasar una mano por el pelo, ese gesto que siempre hace cuando está nervioso o cansado.
O cuando piensa demasiado.
O cuando necesita decir algo y no sabe cómo.

—¿Estás bien? —pregunté, apenas.

—Sí —respondió.

Pero su voz no dijo “sí”.
Dijo otra cosa.

Seguimos en silencio.
O al menos, eso creyeron los demás.
Porque entre nosotros no había silencio.
Había un ruido suave, un eco del verano, una tensión que se acomodaba entre las páginas.

En un momento, mi lapicera se cayó.
Él la agarró primero.
Nuestros dedos se rozaron.
Apenas.

Pero fue suficiente para que mi pecho se apretara.
Para que él tragara saliva.
Para que los dos miráramos a cualquier lado menos a nosotros.

Repasamos poco.
Entendimos menos.
Y aun así, cuando guardé los apuntes, sentí que había pasado algo.

O que estaba por pasar.

---

Volví caminando al departamento con esa sensación tibia y dolorosa que se me instaló en el pecho desde que empezó el año.
Algo que no puedo nombrar, pero que reconoce perfectamente el roce de una mirada, el peso de un silencio y la sombra de un recuerdo.

El aire húmedo de la ciudad me pegaba en la piel, pegajoso, insistente, como si quisiera que pensara en lo que me pasaba.
En lo que nos pasaba.

Lucas había ofrecido llevarme, pero inventé una excusa.
La verdad era otra: no me animaba a encerrarme con él. No de esa forma.
No cuando todavía sentía su cercanía en la biblioteca.
No cuando su silencio me había quedado temblando en el cuerpo.

¿Por qué me pasa esto?
Es Lucas.
El de siempre.
Mi amigo.

Y, sin embargo, algo se movió entre nosotros este verano.
Algo que ninguno dijo, que ninguno aclaró… y que ahora crece en los espacios vacíos entre una palabra y la siguiente.
Y no sé qué hacer con eso. Con este sentir que no se nombra pero tampoco se va.

Cuando llegué, el departamento olía a tostadas.
Mi estómago protestó; no tenía hambre, pero ese olor despertó mi apetito.

Marcos estaba desparramado en el sillón, pasando canales sin mirar, con un vaso de jugo y tostadas con mermelada.
Ahora sí quería merendar.

Fui a la cocina por un vaso de jugo, intentando sacarme de encima la sensación de la biblioteca.
De la tensión.
De sus ojos en mí cuando no miraba.

—Me voy a cambiar —le dije, dejando la mochila en una silla.

Entré al dormitorio, me puse ropa cómoda y dejé el pelo suelto.
Apenas regresé al living, el celular vibró.

Lucas.

> “¿Llegaste bien?”

Solo eso.
Simple.
Amigable.
Inofensivo.

Pero lo leí dos veces igual.

Lucas nunca fue insistente con los mensajes, pero siempre tenía esta forma silenciosa de cuidar…
como si no pudiera evitarlo aunque quisiera fingir distancia.

Le respondí:

> “Sí, ya estoy en casa. Gracias.”

Me quedé unos segundos mirando la pantalla, esperando —sin admitirlo— que él respondiera.
No lo hizo.

Y no sé si eso me alivió.
O me dejó más inquieta.

Guardé el celular y me senté junto a Marcos, que seguía hablando como si nada.
Pero mi cabeza estaba todavía en la biblioteca.
Y en él.

—¿Sabés a quién me encontré hoy? —preguntó Marcos, con una sonrisa nueva.

—¿A quién? —dije, agarrando una tostada.

—A Lucía. La de Química, del liceo. La que siempre se sentaba conmigo.

La recordaba.
Quietita, amable, de esas personas que hablan bajito pero dejan una impresión fuerte.

—¿Y? —pregunté.

—Nada… que también estudia Agronomía ahora. Se cambió este año. Me alegró verla.

Asentí.
A Marcos siempre le cambiaba la voz cuando alguien le caía bien, aunque él no lo notara.

Pasamos la tarde entre mates, apuntes y un silencio cómodo.
Ese tipo de silencio que se siente como un abrazo.
Muy distinto al que había tenido con Lucas horas antes.

---

Llegó la noche y decidimos cenar algo rápido, con el cansancio cayendo sobre la mesa como un mantel que nadie había pedido.
Recibimos un mensaje de Ismael:

> “Paso con algo dulce.”

Marcos bufó, haciéndose el dramático.

—¿Por qué te escribe a vos y no a mí? Claramente me está reemplazando por ti.

Diez minutos después, Ismael llegó con su sonrisa eléctrica… y una bandeja rectangular envuelta en papel aluminio.

—Traje brownies —anunció, orgulloso—. Recién hechos.

Marcos levantó una ceja, incrédulo.

—¿Los hiciste vos?

Ismael lo miró como si la pregunta fuera una ofensa nacional.

—Obvio, ¿quién más? —respondió con exagerada seguridad.

Marcos se echó a reír.

—¡Sí, claro! Si vos no sabés ni usar la cocina. Esto lo compraste o te los hizo Lidia.

Rodé los ojos, intentando no reírme.

—Claramente no los hizo él —dije, tomando un cuadradito—. Pero están buenísimos, así que no voy a preguntar mucho.

Ismael se encogió de hombros, divertido.

—Crean lo que quieran. Lo importante es que los traje. Y como este año compartimos laboratorio —me miró—, quiero que seas mi compañera, Fernández. No acepto un no, así que me estoy asegurando de que me digas que sí.

Marcos lo empujó con el hombro, entre risas.

—Soborno barato, Isma.

—Efectivo igual —dijo él, guiñándome un ojo.

Yo también sonreí.
Y por un momento, todo alrededor se sintió simple, dulce y fácil… muy distinto a lo que estaba creciendo con Lucas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.