Promesas bajo la luna

Capítulo 33

—Muchas gracias por su atención, de verdad disfrute mucho mi estancia aquí —digo con una sonrisa al llegar de nuevo al restaurante.

—Nos alegra, esperamos que la próxima vez vuelvas con esa novia de la que nos hablaste —me entrega el pastel que le di a guardar.

—Claro que si —sonrío y voy a los lockers por mis cosas—. Ojalá, es lo que más deseo.

Voy a las duchas y tomo un buen baño, me miro al espejo y noto lo demacrado que me veo. Mis ojeras son más notorias y mis mejillas se ven más delgadas. Paso mis manos lentamente por mi cuerpo imaginando que son las de ella, toco mi pecho y siento mi corazón.

Me pongo la camisa y tomo mis cosas, ya es tarde, miro mi teléfono y me detengo al ver 20 llamadas perdidas de mi familia.

Llamo a mi padre y espero mientras me dirijo a la moto.

—¿Qué pasa papá? ¿Por qué tantas llamadas?

(—¡Dios mío! Me tenías con el Jesús en la boca. Pensé que te había pasado algo —suspira fuerte y continúa hablando—. El nuevo tratamiento está funcionando, le acaban de hacer unos exámenes y Zahomy está mostrando respuesta.)

Cuelgo el teléfono sin más, miro a lo lejos el mar y sonrío agradecido. Me pongo el casco y comienzo a conducir a la ciudad.

Al entrar en la habitación, su madre me recibe con una sonrisa cansada, pero esperanzada.

—Ihan, qué bien que llegaste —se acerca y me toca el brazo—. Los dejo solos… ah, y feliz cumpleaños, nuero querido —aunque su voz es torpe al salir, me alegra que este mejorando.

—Gracias, suegrita hermosa.

Me río, porque por primera vez en mucho tiempo el sonido de mi propia voz no parece ajeno.

Me acerco a Zahomy con cuidado, dejo el pastel a un lado y beso su frente con ternura. Su piel sigue cálida. Me recuesto a su lado, sintiendo que, por primera vez en mucho tiempo, puedo cerrar los ojos sin miedo. Esta noche podre descansar bien.

Me despierto asustado al sentir una mano en mi hombro, por un momento pensé que era ella, pero… es Christopher.

—Disculpa, no quise asustarte —se rasca la nuca—. ¿Desayunamos?

Me pongo de pie y lo sigo a la cafetería.

—Pide lo que quieras, yo invito —lo miro sorprendido—. Acabas de cumplir 19, no te quiero envenenar.

—No, no es eso… —niego con las manos nervioso.

—Cálmate hermano, solo bromeo —me da un pequeño golpe en el hombro y me invita con la cabeza a pedir lo que quiera.

Nos sentamos a esperar el pedido, juego con mis dedos. Nunca había estado a solas con él.

—No has comido bien ¿verdad? —sale un sonido de duda—. Te estas descuidando mucho, ¿Qué pasa si Zam despierta y te ve así?

Miro mi ropa, tímido.

—Pero no me veo tan mal —hago un leve puchero sin intención. Él se ríe y voltea los ojos.

Al llegar la comida, seguimos hablando de todo un poco.

—¿Sabes alguna novedad? —pregunta el pelinegro llevándose un pedazo de pan a la boca.

—Hable con mi tía y me dijo que lo mas probable es que le den cadena perpetua. Ha cometido muchos crímenes y es hora de que pague.

El asiente, pero no veo ninguna expresión en su rostro. En parte siento que me reprimí tanto en mi dolor y perdida, que olvidé que lo demás también sentían.

Terminamos y nos dirigimos de nuevo a la habitación.

—Aunque estoy pensando en cambiarle el color —murmuro, aún distraído por la conversación sobre mi moto.

Pero en cuanto cruzamos la puerta de la habitación, todo pensamiento se borra de mi mente. Zam se retuerce en la cama, sus manos desesperadas intentando arrancarse el tubo de la boca. Sus ojos están abiertos de golpe, vidriosos, perdidos en el caos de la confusión. Su cuerpo, antes inmóvil, se sacude con fuerza, una batalla entre el instinto de respirar por sí mismo y la presencia del respirador que la mantiene estable.

—¡Zam! —gritamos al unisonó.

Mi corazón se acelera, pero sé que no debemos dejar que se lo quite. Si lo hace sin asistencia, podría desgarrar su garganta, lastimarse, ahogarse. Me acerco de inmediato, tomando sus manos con firmeza, sintiendo la fuerza de su miedo, la rabia de no entender qué está pasando. Su pecho sube y baja aceleradamente, su cuerpo temblando como si luchara contra una pesadilla en la que acaba de despertar, pero su voz no puede gritar.

—¡Ayuda! ¡enfermera! —Cris grita en la entrada de la habitación buscando ayuda.

Los monitores empiezan a pitar con furia, su ritmo cardíaco disparado. Es la confusión. El instinto de sobrevivir. Las enfermeras entran corriendo. Una intenta hablarle con calma, la otra sostiene su rostro con suavidad, ayudándolo a entender dónde está, qué está pasando.

Los médicos se preparan, revisan monitores, observan su respiración, asegurándose de que su cuerpo esté listo para respirar por sí mismo. Su vida ha dependido de este tubo por días, su cuerpo ha olvidado, aunque levemente, cómo controlar su propia respiración.

Con suavidad el médico comienza a retirar el tubo. El primer movimiento es leve, apenas perceptible, pero Zam reacciona. Su cuerpo tiembla un poco, su garganta se contrae por el roce, una sensación extraña, invasiva, como si una parte de sí estuviera siendo arrancada.

El tubo se desliza poco a poco, un sonido húmedo acompañando el proceso. Cada centímetro que abandona su cuerpo parece eterno. Su boca se abre más, su lengua busca espacio, aire, algo que llene el vacío que queda. Y entonces, en un último gesto, el tubo finalmente sale.

Zam jadea de inmediato. Su primer aliento sin ayuda es irregular, tembloroso, un sonido áspero que se quiebra en su garganta. Lleva las manos a su cuello, tocando su piel con urgencia, como si necesitara asegurarse de que nada más extraño habita en su cuello. Su pecho sube y baja de manera errática, su respiración una serie de intentos torpes por recuperar lo que antes era automático.

Sus ojos buscan desesperadamente algo, cualquier señal de familiaridad. Su hermano toca su rostro, le murmura palabras suaves, alentándola a respirar, a sentir la vida sin miedo. Cada inhalación es un desafío. Cada exhalación, un triunfo. Pero poco a poco, su cuerpo cede. El aire entra. Se queda. Su pecho se expande sin esfuerzo.




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