Promesas de papel: cuando tus manos rozaron la mía.

Capitulo 1

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Primer día, mismo desastre

El despertador sonó como un taladro directo a mi cerebro. Eran las seis en punto, aunque yo juraba que apenas estaba cerrando los ojos. Estiré la mano para apagarlo y, por supuesto, terminé tirando el vaso de agua que estaba en la mesita. Excelente comienzo, Alice, como siempre.

Me quedé unos segundos mirando el techo, preguntándome si realmente valía la pena levantarme. La respuesta era obvia: no. Pero el calendario escolar tiene la absurda costumbre de no pedir mi opinión. Fin de las vacaciones, inicio de un nuevo curso. Otra temporada de pasillos llenos de miradas que pesan más que la mochila que voy a cargar.

Me arrastré hasta el baño, medio dormida, y lo primero que vi fue mi cabello. Rojo, rizado, rebelde, como si hubiera tenido una guerra campal con las almohadas durante la noche. Cada mechón apuntaba hacia una dirección distinta. Parecía un mapa incompleto de carreteras imposibles. Suspiré.

—¿Por qué no pudiste ser lacio y dócil como el de mi hermana? —murmuré frente al espejo.

El reflejo no contestó, pero me devolvió la misma cara de siempre: pecas esparcidas como constelaciones, ojos azules demasiado grandes para mi gusto y labios mordidos por la ansiedad. El conjunto no estaba mal… para otra persona. En mí, solo parecía el recordatorio de que nunca he sido la “bonita” de la familia.

Mientras luchaba con el peine, mamá gritó desde la cocina:

—¡Alice, baja ya o se te va a hacer tarde otra vez!

Ese “otra vez” es un clásico en mi vida. Siempre tarde, siempre corriendo, siempre detrás de la sombra de mi hermana mayor. Ella, la ex–capitana de porristas, la que parecía caminar sobre una pasarela aunque fuera al supermercado. Ahora está en la universidad, brillando como siempre, mientras yo sigo aquí, en el mismo instituto, escuchando comparaciones que nadie pide pero todos hacen.

Me puse la chaqueta del uniforme a medio cerrar y bajé corriendo las escaleras. Casi me tropiezo en el último escalón. Mi papá, que leía el periódico en la mesa, levantó una ceja.

—Buenos días, torbellino.

—Buenos días, espectador de mi miseria —contesté con sarcasmo, robando una tostada del plato.

Mamá me fulminó con la mirada.

—No empieces, Alice. Solo desayuna.

Me senté con la tostada y un sorbo de café que sabía más amargo que mi humor matutino. El reloj en la pared me recordó que ya iba tarde, pero no hice mucho esfuerzo por apurarme. ¿Para qué? Llegar temprano solo me da más tiempo de sentirme observada en el pasillo principal.

Cuando finalmente salimos, el aire de la mañana estaba fresco. El cielo tenía ese azul limpio que parece de postal, con pajaritos revoloteando de un árbol a otro. Qué inspirador, lástima que yo soy alérgica a la inspiración a esta hora.

El auto de papá se detuvo frente a la escuela. Ahí estaba otra vez: el edificio beige con ventanas altas y olor a desinfectante barato, como si lavaran las paredes con cloro todos los días. En la entrada ya se formaban los grupos de siempre: las chicas de uniforme impecable con risitas ensayadas, los chicos de voz demasiado fuerte como si necesitaban que todos supieran lo populares que eran.

Respiré hondo antes de abrir la puerta.

—Ánimo, hija —dijo papá con voz tranquila.

Asentí, aunque lo que quería era pedirle que acelerara y me llevara directo a otro planeta. Bajé con la mochila colgando de un hombro, arrastrando los pies hacia la entrada.

Cada paso era un déjà vu: las miradas, los cuchicheos, la sensación de que la escuela entera me mide como si yo fuera un proyecto fallido después de mi hermana estrella.

—Mira quién volvió —escuché la voz de alguien a mi espalda. Una risa que reconocería en cualquier parte. La capitana actual de porristas, la que heredó el trono de mi hermana, me observaba con una sonrisa torcida. A su lado, dos de sus seguidoras reían como si de verdad hubiera contado un chiste bueno.

Yo también sonreí, pero la mía era venenosa.

—Sí, qué sorpresa, la escuela no se derrumbó en mi ausencia.

No les di más tiempo. Seguí caminando, con el sarcasmo como mi mejor escudo invisible. Aunque, siendo honesta, el corazón me latía fuerte. No porque me importara lo que ella pensara… bueno, tal vez un poco. Pero más que nada porque sabía que este año iba a ser igual de agotador que los anteriores.

Me abrí paso entre los pasillos, esquivando mochilas y conversaciones demasiado ruidosas. En el fondo, muy en el fondo, había una vocecita que quería creer que este año sería distinto. Que tal vez el destino tendría un giro reservado para mí.

Pero como no soy adivina, lo único que podía hacer era sobrevivir el “hoy”. Y el “hoy”, al parecer, prometía ser un desastre con uniforme.

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Querido diario: otro año, otra oportunidad para hacer el ridículo. Hoy confirmé que correr con mochila abierta no es una buena idea… ni para mis libros ni para mi dignidad. Todos me miraron como si fuera un espectáculo gratuito.

A veces me pregunto si el universo se divierte poniéndome en situaciones incómodas. Igual, sonrío. Mejor que se rían conmigo a que crean que pueden reírse de mí.




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