Fiesta de bienvenida
Nunca me han gustado las fiestas escolares. Ni las luces estroboscópicas que parecen empeñadas en dejarte ciega, ni los globos en cada esquina como si fueran a tapar la mediocridad de la decoración, ni mucho menos la música a todo volumen que logra que uno se pregunte si en serio los adolescentes nacimos con un oído extra que no conocíamos. Y, sin embargo, ahí estaba yo, con mis mejores jeans negros —los que disimulaban mis curvas como si fueran mágicos— y una blusa que había elegido después de veinte cambios de ropa, lista para sobrevivir la primera gran humillación del año.
Eva me acompañaba, como siempre, porque a diferencia de mí, ella parecía flotar en medio de la multitud. Su cabello oscuro y lacio iba suelto, moviéndose como en esos comerciales de champú que te hacen sentir que estás viendo a una diosa y no a tu mejor amiga. Yo, en cambio, luchaba por no tropezarme con mis propios pies.
—Relájate, Alice, es solo una fiesta —me dijo, mientras se ajustaba un brillo de labios que probablemente sobreviviría al apocalipsis.
—Claro, “solo una fiesta” organizada por Thalía, la misma persona que podría hacer que mi vida social arda en llamas con solo levantar una ceja —respondí con sarcasmo.
Eva rodó los ojos y me arrastró hacia la mesa del ponche. Yo me serví un vaso plástico hasta arriba y me lo bebí de un trago como si fuera tequila. Lo necesitaba.
El gimnasio estaba irreconocible: luces de neón, serpentinas colgando, un DJ contratado que se creía estrella de Las Vegas y un montón de estudiantes fingiendo ser más adultos de lo que eran. Todo olía a perfume caro mezclado con sudor adolescente. En otras palabras, el paraíso de Thalía.
Y ahí estaba ella, en el centro del universo, con su vestido corto color plateado que brillaba más que la bola de discoteca. Rodeada de su séquito de porristas y futbolistas, sonreía como si hubiera inventado la palabra perfección. Yo intentaba pasar desapercibida, pero la mirada de Thalía me encontró como un rayo láser en una película de ciencia ficción.
—Oh, pero miren quién decidió salir de la cueva —dijo, alzando la voz lo suficiente para que la mitad del gimnasio la escuchara.
Algunos rieron, otros voltearon, y yo sentí cómo mi estómago daba una voltereta.
Podía haberme encogido de hombros y huido como siempre, pero algo en mí se rebeló. Tal vez era el ponche cargado de azúcar, tal vez las horas de conversaciones con Eva diciéndome que debía plantar cara, o tal vez simplemente estaba harta.
—Sí, Thalía, y mira qué coincidencia: no he encontrado todavía al dragón que me tenía encerrada. Quizás deberías presentármelo, ya que eres tan amiga de las bestias —respondí, sonriendo con inocencia.
El murmullo de risas se extendió como fuego, y por un instante, fue ella quien se sonrojó. Eva me dio un codazo de aprobación y yo me sentí… bien. Mejor de lo que había imaginado.
Claro que Thalía no se iba a quedar quieta. En cuestión de segundos, urdió su venganza. La vi cuchichear con una de sus amigas y señalarme. Yo ya me preparaba para lo peor.
La música cambió a algo más movido, y de pronto, uno de los chicos del equipo me empujó suavemente hacia el centro de la pista. Todos comenzaron a aplaudir, alentando que bailara. Y sí, era idea de Thalía. Ella me observaba desde el fondo, con esa sonrisa cruel de “veamos cómo te derrumbas, gordita”.
El calor me subió a las mejillas. Sentí las miradas clavadas en mí. Mi cuerpo entero gritaba: “Corre, Alice”. Pero no lo hice. En cambio, levanté las manos, moví las caderas con exageración y empecé a bailar de la manera más ridícula posible. Como si fuera una caricatura, como si no me importara.
Las risas comenzaron, claro. Pero después, algunos empezaron a aplaudir conmigo. Eva se unió, y para mi sorpresa, un par de chicas más también. En segundos, la burla se transformó en ovación. Y yo, sudando como nunca, decidí que si me iban a mirar, al menos sería porque yo misma lo había permitido.
Pero Thalía no podía soportar perder. Cuando la canción terminó y yo salí de la pista riéndome, ella tomó un vaso de ponche y, como en esas películas cliché, intentó “tropezar” y derramarlo sobre mí.
Solo que no llegó a hacerlo. Una mano firme se cerró sobre su muñeca, deteniendo el movimiento.
Ethan.
Su presencia llenó el espacio como si el aire se hubiera vuelto más denso. Llevaba una camiseta oscura que resaltaba sus hombros anchos, y su mirada helada estaba fija en Thalía.
—Basta, Thalía —dijo con voz grave, lo suficiente para que todos alrededor escucharan.
Ella lo miró, incrédula.
—¿Qué? Solo fue un accidente.
—No lo parece. Y si de verdad lo fuera, no lo permitiría —replicó, soltándola con fuerza.
El murmullo fue inmediato. Yo estaba a unos pasos, inmóvil, con el corazón golpeándome las costillas. Verlo defenderme así fue como recibir un balde de agua helada y un abrazo al mismo tiempo.
Thalía, humillada, apretó los labios y se acercó a él, susurrándole algo que todos pudimos leer en sus gestos aunque no escuchamos las palabras exactas: “Si no vuelves conmigo, te irá muy mal”.
Ethan no retrocedió ni un centímetro.
—Haz lo que quieras, pero ya no tienes ningún poder sobre mí.
Y ahí estaba, el silencio más incómodo de la noche. La capitana de porristas, derrotada frente a todos.
Yo no supe en qué momento me acerqué a él, ni cómo logré que mi voz saliera sin quebrarse. Lo miré, con mis enormes ojos azules que siempre odié por ser demasiado expresivos, y dije lo primero que sentí:
—Te has convertido en mi superhéroe.
Él giró la cabeza hacia mí y esbozó una sonrisa torcida, como si no supiera qué hacer con mis palabras. Pero en sus ojos había algo distinto, algo que me hizo sentir que quizá yo no era invisible después de todo.
La música volvió a sonar, los estudiantes regresaron a lo suyo, y yo me quedé allí, junto a él, sosteniendo ese instante como si fuera un secreto compartido.
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Editado: 06.10.2025