Narrado por Thalía
¿Sabes qué es lo peor de ser perfecta? Que no puedes equivocarte. Nunca.
Todas las miradas están sobre mí, esperando, juzgando, comparando. Si me tiembla la voz, lo notan. Si aumento medio kilo, lo notan. Si me quiebro por dentro… nadie lo nota, porque no está permitido.
Soy Thalía, capitana del equipo de porristas, la chica que entra al pasillo y hace que todos se aparten como si fuera el mar y yo Moisés. La que sonríe en todas las fotos, la que lleva el uniforme impecable, el cabello brillante, el maquillaje perfecto. Soy el estándar. El ejemplo.
Pero cuando llego a casa, dejo de ser Thalía. Aquí soy simplemente la hija de mi madre, la mujer que una vez también fue capitana de porristas y que no me deja olvidar ni por un segundo que “tengo un legado que mantener”.
—¿Ya te mediste? —me pregunta mientras yo apenas entro, todavía con la mochila colgando del hombro.
—Hola, mamá, sí, mi día estuvo muy bien, gracias por preguntar —respondo con sarcasmo.
Ella me lanza una mirada que podría cortar el aire.
—No uses ese tono conmigo, Thalía. ¿Qué parte de disciplina no entiendes?
Camino hasta la cocina, dejo mi mochila en la silla y abro la nevera. Quiero un helado, solo uno, algo que me haga sentir normal, aunque sea por cinco minutos. Pero sé que si lo agarro, me espera un discurso de media hora.
—No tienes que vigilarme todo el tiempo —murmuro cerrando la puerta de golpe.
—Sí, sí tengo que hacerlo. —Cruza los brazos, impecable en su vestido ajustado, como si aún viviera en sus diecisiete años gloriosos—. Porque si no lo hago, ¿qué crees que pasa? Pierdes el control, subes de peso, y ahí se va tu imagen. Y tu imagen lo es todo.
Su voz es como un cuchillo. Directa. Fría. Precisa.
Lo peor es que ya me la sé de memoria.
Mi hermano, Thiago, entra en ese momento, con su uniforme de fútbol arrugado y el cabello sudado. Y aun así, mamá lo mira con orgullo. A él no le pide que se pese cada mañana. A él no le revisa el plato. A él lo deja respirar.
—Buen juego hoy, hijo —le dice, acariciándole el hombro.
Yo ruedo los ojos.
—Claro, porque él es el varón, el orgullo de la familia. La princesa de cristal soy yo.
Thiago me mira con fastidio.
—Bájale, Thalía. No empieces otra vez.
Y ahí está. La dinámica de siempre. Ellos dos contra mí. Yo, la que debe ser impecable. Él, el que puede cometer errores y aún así recibir aplausos.
Subo a mi cuarto con la cabeza a punto de explotar.
Enciendo las luces y me miro en el espejo. Ahí está ella: la Thalía que todos conocen. Piel perfecta. Sonrisa perfecta. Postura perfecta. Pero yo sé lo que hay detrás. Las noches llorando en silencio. El estómago vacío. El miedo a fallar.
Y sobre todo, la rabia.
Rabia contra Ethan por haberme dejado justo cuando lo necesitaba más. Rabia contra Alice por atreverse a responderme, por no agachar la cabeza como todas las demás.
Alice…
Ella no entiende que este mundo tiene reglas. Que las chicas como ella no deberían brillar más que yo. Que los chicos populares no deberían mirarla de esa forma. Ethan no debería defenderla. Thiago no debería… bueno, Thiago no debería haber jugado con ella, pero esa es otra historia.
Lo cierto es que verla allí, con esa mirada desafiante, me hizo sentir algo que no quiero admitir: miedo. Miedo de que ella me robe el lugar.
Porque si alguien como Alice puede quitarme la corona, ¿qué significa todo lo que he sacrificado?
Me dejo caer en la cama, cubriéndome la cara con las manos. A veces quisiera ser solo una chica normal. Comer sin calcular calorías. Reírme sin pensar en cómo me ven los demás. Decir lo que siento sin que me tilden de débil.
Pero no. No puedo. Mi madre me recuerda todos los días que no puedo.
Así que me levanto, respiro hondo, y me pongo de pie frente al espejo otra vez.
La Thalía frágil muere en este cuarto. La Thalía fuerte sale a los pasillos.
Y si Alice quiere guerra, la tendrá.
Porque nadie, absolutamente nadie, me arrebata lo que es mío...
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Editado: 06.10.2025