Promesas de papel: cuando tus manos rozaron la mía.

Capitulo 18

Cuando todo pesa demasiado”

Narradora: Alice

No sé en qué momento todo se volvió tan difícil.
A veces me despierto con el corazón latiendo rápido y la garganta cerrada, como si algo me estuviera apretando desde adentro.
Otras veces, solo quiero dormir, desaparecer por un rato, no pensar, no sentir.

Desde que Eva se fue, el mundo perdió su color.
Los pasillos de la escuela parecen más largos, el café de la cafetería sabe más amargo, y el ruido de la gente riendo me taladra los oídos como si se burlaran de algo que ya no entiendo.

Intento actuar normal, fingir que todo está bien.
Pero no lo está.

Thalía volvió a atacarme esta mañana.
Dijo algo sobre mi ropa, sobre lo desesperada que debo estar por llamar la atención de Ethan.
Sus palabras son cuchillos envueltos en perfume caro.
Y lo peor es que sonríe mientras lo hace, como si le diera placer verme temblar.

—¿Qué pasa, Alice? ¿Te quedaste sin tu niñera, o Ethan sigue jugando al héroe? —me dijo frente a todos, con esa sonrisa cruel que me enferma.

Sentí las miradas clavándose en mi piel.
Los murmullos, las risas ahogadas.
Me temblaban las manos.

—Ignórala —me dijo Ethan en voz baja, poniéndose entre nosotras.

Lo intenté.
Pero esas palabras se me quedaron pegadas.
Desesperada.
Patética.
Invisible.

Y cuando llegué a casa, ya no podía respirar bien.

Cerré la puerta de mi habitación y me quedé quieta, escuchando el sonido de mi propia respiración entrecortada.
Mi pecho subía y bajaba rápido, demasiado rápido.
El aire no entraba.
Me llevé las manos al cuello.

No podía respirar.
No podía.

Intenté hacer lo que me enseñaron en terapia:
“Inhala en cuatro… exhala en seis…”
Pero no funcionaba.
Mis manos se entumecieron.
Mis piernas temblaban.

El suelo se movía.
El corazón golpeaba tan fuerte que creí que iba a desmayarme.

Me deslicé al piso, buscando algo a lo que aferrarme.
El mundo se volvió pequeño, cerrado, oscuro.

“Tranquila, Alice, tranquila.”
Mi voz sonaba lejana, como si no fuera mía.

No sé cuánto tiempo pasó.
Solo recuerdo que alguien tocó mi ventana.
Una vez.
Dos.
Tres.

Cuando levanté la vista, vi a Ethan.
Otra vez él.
Siempre él, apareciendo cuando todo se me derrumba.

—Alice, abre —dijo, su voz firme pero suave.
Negué con la cabeza. No podía.
Él forzó la ventana, entró, y en segundos estaba a mi lado.

—Respira conmigo, ¿sí? —susurró—. Vamos, inhala… uno, dos, tres, cuatro…

Me tomó la mano.
Estaba temblando.
Yo también.

Intenté seguirlo.
El aire empezó a entrar, despacio.
Con dificultad.
Pero entraba.

—Eso es… —susurró—. No estás sola, ¿ok? No estás sola.

Su voz fue un ancla.
Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que podía volver a flotar.

Pasaron unos minutos —o una eternidad, no lo sé— hasta que mi respiración se estabilizó.
Seguía llorando, sin entender bien por qué.
Era todo.
Era Eva, Thalía, Thiago, mi propia mente traicionándome.
Era la sensación de cargar con un peso invisible que nadie más parecía notar.

Ethan no me soltó.
Solo me abrazó.
Y no dijo esas frases vacías que la gente suele decir.
Solo me dejó estar.

—¿Te pasa seguido? —preguntó después de un rato.
Asentí.
—Antes no tanto. Pero últimamente… sí.
—¿Y alguien lo sabe?
—Eva. —Tragué saliva— Y mi terapeuta. Pero ya no quiero seguir yendo.
—¿Por qué no?
—Porque me hace sentir rota.

Él me miró con esa mezcla de tristeza y rabia que no supe cómo interpretar.
—No estás rota, Alice. Estás cansada. Y es diferente.

Me quedé callada.
Su mano seguía sobre la mía, cálida, firme.
Un tipo de contacto que no pedí, pero que necesitaba.

Después de un rato, me atreví a hablar.
—Hoy vi a Thiago.
—¿Qué pasó? —preguntó con el ceño fruncido.
—Estaba con otra chica… se estaban besando en el estacionamiento.

Su expresión cambió.
No dijo nada, pero vi cómo apretaba la mandíbula.

—No sé por qué me duele tanto —continué, intentando no llorar otra vez—. Él me hizo tanto daño, Ethan. Me mintió, me humilló. Pero verlo con otra me… me destruyó.
—Porque amaste. —dijo simplemente—. Y amar no se apaga solo porque alguien no lo merezca.

Esa frase me rompió.
Solté una risa amarga entre lágrimas.
—¿Por qué siempre tienes la respuesta correcta?
—Porque a veces también he sido el que se queda mirando cómo alguien se aleja.

Lo miré.
Había algo en su voz… una herida que no me pertenecía, pero que podía sentir.

—¿Quién fue? —pregunté.
—Mi madre. —dijo sin dudar—. Se fue cuando yo tenía doce. Y nunca volvió.
—Ethan…
—Por eso aprendí a no prometerme a nadie. Pero contigo es distinto.

Mi corazón se detuvo un segundo.
—¿Por qué? —pregunté casi en un susurro.
—Porque contigo no tengo que fingir que no siento.

Silencio.
Un silencio que lo dijo todo.

No sabía qué responder.
Mi pecho seguía dolido, mi mente seguía saturada, pero había algo nuevo ahí: una chispa.
Pequeña.
Real.

Esa noche, Ethan se quedó hasta que me dormí.
Lo sentí moverse, cubrirme con una manta, y susurrar algo que apenas alcancé a oír:
—Te prometo que no voy a dejarte sola, aunque no sepa cómo arreglarte.

Y se fue.

Pero su promesa se quedó.
Flotando en el aire.
Metiéndose en mi pecho como una semilla.

Los días siguientes fueron un borrón de risas forzadas y silencios largos.
Thalía no paraba.
Thiago seguía provocando.
Mi mente seguía repitiendo las mismas frases crueles que ellos decían, como si se las creyera.

Una tarde, mientras todos jugaban en el patio, me refugié en la biblioteca.
El olor a libros viejos me calmaba.
Pero entonces escuché sus voces.




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