Promesas de papel: cuando tus manos rozaron la mía.

Capitulo 19

Cuando estar contigo se siente como respirar”

El sol de la tarde se colaba por las cortinas de mi habitación, tiñendo todo de un dorado suave. Me quedé observando el polvo flotando en el aire, suspendido como mis pensamientos.
Habían pasado apenas unos días desde el desastre del campamento, y aunque intentaba no pensar en Thiago —en ese beso, en esa sensación de vacío que me partió por dentro— mi mente seguía volviendo una y otra vez a la imagen.
Y sin embargo, algo en mí estaba cambiando. Muy despacio, casi imperceptible.
Quizás por Ethan.
O quizás por mí.

Mi teléfono vibró.
Un mensaje de Ethan.

E: “Bajo tu ventana. No te asustes, no soy un acosador (creo).”

Solté una risa nerviosa. Lo miré desde el vidrio.
Ahí estaba, con esa sonrisa torcida que parecía decir sé que no deberías confiar en mí, pero igual vas a hacerlo.
Y lo peor… era que tenía razón.

Bajé corriendo. Mi madre estaba en el trabajo, Alison en una videollamada, así que nadie notó cómo salí en pijama y una chaqueta vieja.

—¿Sabes que hay algo llamado timbre? —le dije, cruzando los brazos.
—Sí, pero es menos romántico que lanzarte piedritas a la ventana —contestó, levantando una ceja.
—¿Romántico? —pregunté, sintiendo el calor subirme a las mejillas.
—Bueno… digo, para mantener la farsa, claro. La novia falsa no puede perder la práctica.

Rodé los ojos, pero no pude evitar sonreír. Ethan tenía esa forma de romper mi muralla sin esfuerzo.

—¿A dónde vamos? —pregunté.
—A ningún sitio en particular. Solo… sal. Necesitas aire. —dijo, y su voz bajó un tono, suave, casi como una caricia.

Caminamos por el vecindario sin rumbo, mientras el cielo se pintaba de un naranja derretido.
Por primera vez en mucho tiempo, no sentí la necesidad de esconderme tras mis pensamientos.

—Sabes, eres distinta —dijo de repente.
—¿Distinta cómo?
—No lo sé. No finges ser algo que no eres. Aunque a veces te odies por lo que eres.

Me quedé callada.
Era la primera vez que alguien lo decía en voz alta.
Él me veía, y eso… dolía y aliviaba al mismo tiempo.

—¿Y tú? —le pregunté, mirando el suelo—. Siempre pareces tener todo bajo control.
—¿Yo? —rió sin ganas—. Créeme, ni de cerca.
—Dices eso, pero…
—Pero nada, Alice. —se detuvo, mirándome con una expresión que no le había visto antes—. A veces finjo. Mucho más de lo que debería. A veces me canso de ser el chico tranquilo, el que todos esperan que tenga las respuestas.
—Entonces somos dos impostores. —dije en voz baja.
—Supongo. Pero tú lo haces mejor.

Me reí.
Y por primera vez, su risa siguió a la mía. Fue ligera, real, contagiosa.

Nos sentamos en el columpio viejo del parque. El aire olía a lluvia lejana.
Había niños jugando, perros corriendo, y por un instante… todo era tan simple que dolía.

—¿Puedo confesarte algo? —preguntó, empujando suavemente el columpio con el pie.
—Depende. Si es un crimen, no quiero ser cómplice.
—No, nada ilegal. Solo… creo que me gusta estar contigo. —dijo sin mirarme.

Mi corazón se detuvo por un segundo.
No era una declaración. Era una verdad simple, salida sin filtros.
Y justo por eso dolía más.

—Eso es peligroso —susurré.
—¿Por qué?
—Porque fingimos, Ethan. Y fingir se convierte en sentir cuando uno se descuida.
—Entonces no te descuides.
—Tarde.

Nos quedamos en silencio.
El viento se llevó mi respuesta antes de que pudiera arrepentirme.

Más tarde, fuimos a la cafetería del centro, la de siempre.
Ethan pidió café negro; yo, chocolate caliente con malvaviscos.
Se burló, claro.

—¿Malvaviscos? ¿En serio?
—No todos tenemos el paladar amargo de un alma vieja —respondí, dándole un sorbo teatral.
—Tu alma no es vieja —dijo él, sin dejar de mirarme—. Solo… cansada.
—Gracias, supongo.
—No, en serio. Me gusta que seas como eres. No trates de cambiarlo.

No supe qué decir.
Porque nadie me decía cosas así. Nadie.
Mi hermana solía ser el modelo, el “cómo deberías ser”, y yo… la sombra.
Pero él me miraba como si yo fuera suficiente.
Como si el desastre que era mi cabeza no le asustara.

—A veces quisiera meterme en mi propio cuerpo y apagar todo —le confesé, bajando la voz—. Dejar de sentir tanto, dejar de pensar tanto… solo, no sé, respirar.
—Eso suena triste.
—Lo es.
—Pero también suena valiente. Porque sigues aquí, incluso cuando quieres desaparecer.

Su voz era un refugio.
No me decía “todo estará bien”, sino “te entiendo”.
Y eso era mucho más.

De regreso, caminamos junto al lago. La luna estaba reflejada en el agua, temblando como si también dudara de su lugar.
Ethan me contó que su papá estaba teniendo problemas en el trabajo, que las cosas en su casa no eran tan perfectas como parecían.
Y lo vi distinto.
Ya no era el chico popular del que todos hablaban.
Era un chico cansado, intentando no caerse a pedazos.
Como yo.

—A veces me pregunto si vale la pena fingir tanto —dijo, mirando al horizonte.
—Tal vez fingir es nuestra forma de sobrevivir.
—¿Y si sobrevivir no es suficiente? —preguntó, girando hacia mí.
—Entonces aprendemos a vivir.
—¿Y tú estás aprendiendo?
—Creo que sí. Gracias a ti.

Se me escapó. No lo pensé.
Pero era verdad.

Él me miró en silencio. Luego, muy despacio, se acercó.
No lo suficientemente cerca como para besarme, pero sí para que el aire se volviera espeso, tibio.
Podía sentir su respiración, el leve temblor en su mandíbula.

—No voy a hacer nada que no quieras —murmuró.
—Lo sé.
—Solo quiero que confíes en mí.
—Eso también lo sé.

Y sin decir nada más, me abrazó.
Un abrazo simple, sin promesas, sin segundas intenciones.
Solo dos personas tratando de no romperse.




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