Los que quedan atrás
(Thalía narrando)
La gente sigue hablando.
En los pasillos, en las redes, en los baños, en cada rincón donde el silencio no dura ni tres segundos.
Alice, Ethan, la farsa del noviazgo, el escándalo de Thiago.
Todos tienen algo que decir. Todos saben “la verdad”.
Y, sin embargo, yo… me siento vacía.
Debería sentirme triunfante.
Yo fui quien lo expuso todo, quien arrancó la máscara, quien mostró el teatro de los buenos.
Pero cuando miro a mi reflejo en el espejo, solo veo a alguien cansada. Alguien que ya no sabe si lo que ganó vale la pena por todo lo que perdió.
El brillo de mi labial, el delineado perfecto, el cabello sin un solo mechón fuera de lugar… todo está en orden.
Menos yo.
En el fondo, algo me duele y no sé ponerle nombre.
Quizás sea envidia.
Quizás siempre lo fue.
Alice ha vuelto a la escuela.
No camina erguida, pero tampoco se esconde. Y eso me irrita.
No porque me haya quitado nada, sino porque a pesar de todo —de las burlas, los rumores, las miradas— sigue ahí, respirando, con esa calma que parece imposible.
Yo nunca pude hacer eso.
Yo no sé cómo existir sin fingir.
Cuando ella entra al aula, todos murmuran. Algunos la miran con lástima, otros con burla.
Y yo, por primera vez, no siento poder sobre eso.
Solo me descubro observándola, con algo parecido a… curiosidad.
Ethan la mira diferente también. No con culpa, sino con ternura. Como si no importara lo que digan, como si en medio del desastre él hubiera encontrado algo real.
Y yo…
Yo me pregunto si alguna vez alguien me miró así.
A veces pienso que mi historia empezó mal.
No como en las películas, donde la chica popular lo tiene todo y solo necesita amor verdadero.
Mi madre me crió con frases que no se olvidan:
“Una chica bonita nunca puede mostrarse débil.”
“Mantén la cabeza alta, aunque te estés muriendo por dentro.”
“Si no brillas, no existes.”
Y yo obedecí.
Aprendí a brillar incluso cuando no había luz.
A sonreír cuando quería llorar.
A ganar, aunque me sintiera vacía.
Hasta que llegó Alice.
Y de repente, ser perfecta ya no bastaba.
Ella no tenía maquillaje caro, ni ropa de marca, ni la sonrisa entrenada… pero tenía algo que yo no.
Autenticidad.
La clase de verdad que te hace incómodamente real.
No puedo negar que la odié.
No porque fuera mejor que yo, sino porque me recordó lo que yo había perdido.
Camila se me acerca durante el almuerzo.
—No deberías venir a clases todavía —dice en voz baja—. La gente está hablando mucho.
—La gente siempre habla —respondo, cortante.
—Sí, pero ahora más de ti que de ella.
Eso me molesta más de lo que admito.
¿De mí? ¿Otra vez?
Camila baja la voz, pero igual lo oigo.
—Dicen que te pasaste. Que lo que hiciste fue cruel.
Cruel.
Qué palabra tan fea. Y tan cierta.
Me quedo en silencio. Ella espera que lo niegue, pero no lo hago.
Porque lo fue.
Porque cuando la vi correr del auditorio con los ojos llenos de lágrimas, parte de mí sintió satisfacción… y otra parte sintió que algo se rompía para siempre.
Y ahora, con el tiempo, lo que queda no es orgullo. Es esa sensación de estar vacía incluso cuando todos te miran.
Esa noche llego a casa y mamá me está esperando en la sala.
Como siempre.
—¿Qué fue lo que pasó en la escuela? —pregunta sin rodeos.
—Nada importante.
—No me mientas, Thalía.
Cruza las piernas con esa elegancia calculada que siempre me intimida.
—Las madres de tus compañeras me han llamado. Dicen que hubo una escena, que te comportaste como una niña malcriada.
—Solo dije la verdad —respondo, conteniendo las lágrimas.
—La verdad no importa si te hace ver débil —replica sin titubear.
Ahí está. Su frase favorita.
Esa con la que me ha cortado cada intento de mostrarle lo que siento.
—Estoy cansada, mamá. —Las palabras salen solas—. Cansada de fingir. Cansada de sonreír todo el tiempo.
—Thalía, por favor. No empieces con tus dramas adolescentes.
—No es drama. Es tristeza. —Mi voz tiembla—. Y ya ni siquiera sé por qué.
Ella suspira.
Se levanta, me acomoda un mechón de cabello y dice:
—Cuando crezcas, entenderás que no puedes permitirte sentir tanto. Ser sensible es un lujo para las perdedoras.
Y se va.
Así, como si no acabara de partirme el alma con una sola frase.
Me quedo sola en la sala, mirando el reflejo en la ventana.
Mi reflejo perfecto. Mi rostro impecable.
Pero detrás, solo hay oscuridad.
Al día siguiente, decido no maquillarme.
No mucho, al menos.
Solo lo justo para no parecer enferma.
Cuando llego al colegio, algunos me miran raro.
Una chica incluso murmura: “¿Qué le pasó a Thalía?”
Nada.
Eso es lo que me pasó.
Nada.
Durante la clase, Ethan pasa junto a mí. No me mira.
Alice sí.
Y en sus ojos, por primera vez, no veo miedo.
Veo compasión.
Y eso… me destruye.
¿Cómo puede ella sentir compasión por mí después de todo?
¿Cómo puede mirarme así, como si entendiera?
Quiero odiarla otra vez, pero no puedo.
Porque ahora entiendo algo que no había querido aceptar:
Nunca la odié a ella.
Odiaba lo que representaba.
Su libertad.
Su manera de existir sin permiso.
Su capacidad de ser amada sin tener que ganárselo.
Yo nunca supe cómo hacer eso.
Esa tarde, mientras ordeno mi habitación, encuentro una foto vieja: yo a los ocho años, en un recital de danza.
Recuerdo que lloré antes de subir al escenario porque tenía miedo de fallar.
Mi madre me obligó a sonreír y a salir igual.
Y cuando terminé, todos aplaudieron.
Pero lo que más recuerdo es lo sola que me sentí en ese momento.
Desde entonces aprendí que la perfección no se aplaude: se exige.
Y nadie te perdona cuando la rompes.
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Editado: 06.10.2025