Promesas de papel: cuando tus manos rozaron la mía.

Capitulo 31

El regreso a la ciudad se sentía extraño. Después de semanas en el campamento, rodeada de naturaleza, risas, silencios compartidos y confesiones a la luz de la fogata, volver a la rutina urbana era como despertar de un sueño donde el tiempo se movía lento y los problemas parecían tener solución.

El tráfico, las luces de los semáforos, los edificios altos y grises… todo parecía más pesado de lo que recordaba. Pero, curiosamente, no sentí la ansiedad que antes me asfixiaba cada vez que atravesaba la puerta de casa. Había algo distinto en mí. Algo que, aunque todavía temblaba y dudaba, empezaba a sostenerme por dentro.

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Al llegar, Ethan estaba ayudando a su padre a desempacar algunas cajas. Su cara, cansada pero tranquila, me hizo sonreír sin querer. El hombre parecía más liviano, más confiado, y eso me dio una satisfacción silenciosa: sabía que lo que había hecho con mi padre para conseguirle trabajo había funcionado, y que Ethan no tendría que cargar con todo solo.

—Hola —dije, entrando con cuidado—. ¿Todo bien por aquí?

Ethan me miró, y su sonrisa cálida me recordó por qué había resistido tanto, por qué había elegido estar a su lado pese a todo.

—Sí —respondió, dejando de acomodar una caja—. Papá ya está en su nuevo trabajo y yo… estoy volviendo a clases poco a poco.

Asentí, observando cómo se movía con cuidado, sin prisas, como si cada paso fuera un recordatorio de que podía volver a tomar el control de su vida.

—Me alegra verte así —dije, apoyándome en la puerta—. Sabes que todo este tiempo no te he dejado de admirar, ¿verdad?

Él rió suavemente, y sentí un calor familiar recorrerme.

—Tampoco he dejado de admirarte a ti, Alice. Después de todo lo que pasó… sobreviviste, y sigues siendo tú.

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Terapia y crecimiento

No fue fácil convencerme de comenzar terapia, pero Eva, antes de irse, me insistió con esa paciencia que siempre la caracterizó: “No tienes que cargar sola con todo, Alice. No es debilidad pedir ayuda”. Y tenía razón. Así que empecé a ir, lentamente, con dudas, con miedos.

En la primera sesión, lloré más de lo que esperaba. Hablé de la ansiedad que me había paralizado durante meses, del miedo a ser juzgada, del dolor que sentí con los rumores, con Thalía, con Thiago. Y la terapeuta me escuchó sin interrumpir, con una calma que parecía envolverme y sostenerme sin exigir nada a cambio.

Con cada sesión, me sentía un poco más ligera, un poco más capaz de mirar hacia dentro sin temer lo que encontraría. No todo desapareció de inmediato, pero aprendí a reconocer mis emociones, a aceptarlas y a decir: “Está bien sentir miedo, está bien sentir tristeza, pero no te defines por eso”.

Ethan me acompañó algunas veces al final de la sesión, esperando afuera, y no con palabras, sino con presencia. Eso, más que cualquier frase, me hizo sentir segura.

> “Ya no me asusta caer, porque ahora sé quién me sostiene.”

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La escuela vuelve a ser un espacio menos hostil

Regresar a la escuela fue un desafío diferente. Thalía seguía allí, pero ya no sentía la misma amenaza constante. Había aprendido a no dar poder a su enojo, a su envidia, y a no permitir que definiera mi mundo.

Thiago también regresó. Su confesión durante el campamento había cambiado muchas cosas; los rumores habían perdido fuerza y con ellos, la tensión que me rodeaba. Él mantenía una distancia respetuosa, y yo lo aceptaba. No por rencor, sino por claridad: no había lugar para medias verdades ni para romances que ya no existían.

—Alice, ¿te acompaño a la cafetería? —me preguntó Ethan un día, con esa sonrisa que siempre me desarma.

Asentí, y caminamos juntos por los pasillos, sin fingimientos, sin espectáculos, solo nosotros. Los comentarios, las miradas curiosas, los gestos de sorpresa… los dejé pasar. Lo que importaba era nuestra verdad, aunque pequeña, privada y silenciosa para los demás.

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Pequeños momentos de alegría

Volver a la rutina nos dio espacio para redescubrir los pequeños placeres: desayunos compartidos en la cafetería, tardes de estudio donde más reíamos que trabajábamos, caminatas al parque cercano. Nada era grandioso ni espectacular, pero cada gesto de normalidad se sentía como un milagro.

—¿Recuerdas cuando corrimos bajo la lluvia en el campamento? —le pregunté una tarde, mientras doblábamos libros en la biblioteca.

—Sí —respondió, con una sonrisa que jugaba entre el recuerdo y la diversión—. Te mojaste toda y aún así te reías.

—Y tú… trataste de no caer mientras me sostenías —dije, recordando cómo su brazo firme me había salvado más de una vez.

Nos miramos, y esa complicidad silenciosa nos llenó de calor. No había necesidad de dramatizar ni de forzar palabras. Lo que habíamos vivido nos unía de una manera que nada más podía.

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Los desafíos persisten

Aun así, no todo era fácil. Había días en que la ansiedad aparecía de nuevo, sorpresiva y cruel, recordándome que no estaba completamente curada. Pero ahora podía enfrentarlos. Respiraba, contaba hasta diez, llamaba a mi terapeuta o incluso le enviaba un mensaje a Ethan. Su respuesta nunca era un reproche, sino apoyo.

—Respira, Alice —me escribió un día—. Estoy aquí. Siempre.

Y eso, más que cualquier medicación o técnica, me hacía sentir sostenida. No por obligación, sino por elección.

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El padre de Ethan y el nuevo trabajo

Un día, mientras caminábamos después de clase, Ethan me tomó la mano con firmeza. —Tengo que contarte algo —dijo, nervioso.

—¿Qué pasa?

—Papá me dijo que el trabajo va mejor de lo que esperaba. Que se siente útil, que puede volver a sentir que aporta. Y… todo gracias a ti.

Sentí un nudo en la garganta, mezcla de orgullo y ternura. —No fue solo yo —susurré—. Fue tu esfuerzo, tu paciencia… pero me alegra haber ayudado.

Él me abrazó sin palabras. Ese abrazo era todo lo que necesitábamos: un reconocimiento silencioso de que, incluso en las peores circunstancias, la ayuda y la confianza podían reconstruir lo que parecía roto.




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