Promesas de papel: cuando tus manos rozaron la mía.

Capitulo 32

Epílogo — Los que caen también vuelan

(Narración: Ethan)

El verano estaba llegando a su fin, y con él, una calma extraña que solo se siente después de que el caos se ha ido. Caminábamos por la avenida del parque, Alice y yo, sin hablar demasiado, tomados de la mano. El sol caía detrás de los edificios, tiñendo todo de naranja y dorado, y por un momento, me sentí completamente vivo, como si hubiera aprendido a respirar después de mucho tiempo bajo el agua.

Mirando a Alice, no pude evitar recordar todo lo que habíamos vivido ese año. No solo los días felices, sino también las grietas, los ataques de ansiedad, los secretos, las mentiras, los errores… todo eso nos había moldeado. Nos había roto, sí, pero también nos había enseñado algo fundamental: que caer no significa perderse, sino aprender a levantarse de otra manera.

Thalía

Thalía había cambiado mucho desde el campamento. Después de que todo estallara, después de la confesión de Thiago y de mi confrontación con él, algo en ella se abrió. Comenzó terapia, con resistencia al principio, como era de esperarse. Pero poco a poco, empecé a verla sonreír de una manera distinta, más genuina. Aprendía a separarse de la presión constante de su madre, a reconocer sus emociones sin sentir culpa, y a perdonarse por no ser perfecta.

Recuerdo un día, mientras coincidíamos en la biblioteca, verla con un cuaderno abierto y lápiz en mano, escribiendo sin mirar a nadie, completamente inmersa en su mundo. Sus ojos tenían un brillo diferente, no de vanidad, sino de libertad. No era la Thalía que había sentido enemiga, sino alguien que estaba intentando reconciliarse con sí misma.

No puedo evitar pensar en sus palabras aquella tarde del campamento: “Yo solo quería que alguien me viera sin tener que brillar.” Ahora, meses después, me doy cuenta de que empieza a conseguirlo, aunque lentamente.

Thiago

Thiago… bueno, Thiago también cambió. Después del campamento, decidió mudarse a otro colegio. Le costó admitirlo, pero sabía que necesitaba empezar de cero, lejos de los errores que lo habían perseguido. La confesión que hizo durante la tormenta en la cabaña lo había marcado más de lo que quería admitir.

A veces, recibíamos mensajes de él. Cortos, tímidos, reconociendo que había lastimado a las personas equivocadas y que estaba intentando ser mejor. No era perfecto, pero creo que por primera vez entendió que la honestidad no siempre es cómoda, pero sí necesaria.

Recuerdo la tensión en su rostro cuando nos vimos por última vez en el campamento. Había culpa, sí, pero también una especie de alivio. No podía borrar el pasado, pero podía aprender a no repetirlo.

Eva y Kyle

Eva, como siempre, decidió seguir su propio camino. Se mudó a otra ciudad por el trabajo de sus padres, y Kyle la visitaba de vez en cuando. A veces, ella nos enviaba fotos de su vida: cafés en terrazas, calles desconocidas, atardeceres que no conocíamos, y siempre con Kyle a su lado.

Alice y yo las mirábamos juntos en la sala de mi casa, sonriendo por la alegría de nuestra amiga. Eva había encontrado su independencia, y aunque extrañábamos sus bromas, entendíamos que debía volar sola.

—Nunca olvides quién eres —me decía Eva una vez antes de irse—. Incluso si nadie más lo recuerda.

Alice había absorbido esas palabras, y cada vez que hablábamos de futuro, las recordábamos. Nos hicieron comprender que la verdadera fuerza no está en quedarse, sino en crecer y aprender a sostenerse a uno mismo.

Alice

Y luego estaba Alice. Mi Alice. Ella no era la misma chica tímida que conocí aquel primer día. Había aprendido a decir “no” cuando era necesario, a expresar su ansiedad y miedo, y también a reír de sí misma. La vi enfrentar días difíciles, ataques de ansiedad, decisiones complicadas… y siempre, de alguna manera, salir más fuerte.

No fue un camino fácil. Hubo días en que quería desaparecer, aislarse del mundo, y yo solo podía acompañarla, sostenerla, recordarle que no estaba sola. Pero también hubo momentos de alegría pura: tardes de lectura, caminatas silenciosas, conversaciones que duraban horas bajo la luz de las estrellas. Momentos en los que la vida parecía tan simple y hermosa que olvidar los miedos se hacía natural.

Recuerdo cuando nos sentamos frente al lago en el campamento, con la brisa golpeando nuestro rostro y el cielo lleno de estrellas. No dijimos mucho. No hacía falta. Simplemente nos sostuvimos, conscientes de que nuestra presencia era suficiente.

“No sé a dónde vamos, pero si es contigo, no me da miedo.”

Esa frase quedó grabada en mi memoria. Porque el amor, al final, no siempre significa rescatar. A veces significa simplemente estar allí, incluso cuando no hay respuestas, incluso cuando los pies tiemblan sobre la cuerda floja de la vida.

La vida después de todo

El tiempo pasó. Las clases continuaron, los profesores reprendieron, los rumores se apagaron, y la escuela volvió a su rutina. Pero nada fue igual. Todos habíamos cambiado, y de alguna manera, nuestras cicatrices se convirtieron en algo bello: recuerdos que nos recordaban lo que habíamos superado.

Alice y yo comenzamos a acompañarnos sin presión. Sin etiquetas, sin expectativas irreales. Los abrazos, las risas, los silencios compartidos… todo tenía un peso distinto. Ahora no dependíamos el uno del otro para sobrevivir, sino que elegíamos estar juntos porque realmente queríamos.

A veces me sorprendo viendo cómo su cabello se mueve con la brisa, cómo sus ojos reflejan la luz de la tarde, y siento una gratitud profunda de que nuestra historia no se haya detenido en los errores, en los celos, en la presión.

El perdón y la reconciliación

Thalía, aunque todavía se enfrenta a sus propias batallas, ha aprendido a perdonarse. Ya no siente la necesidad de lastimar a nadie para sentirse viva. La última vez que hablamos, su sonrisa no era calculada, era sincera, y eso me recordó que todos tenemos derecho a cambiar.




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