El viento de octubre se colaba entre los vitrales de Westminster Abbey, haciendo temblar las llamas de los cirios. El padre Elías Navarro se arrodilló ante el altar, con el rostro iluminado por la luz dorada del amanecer. Aún no se acostumbraba al silencio de Fairhope: un pueblo tan devoto como extraño, donde todos sonreían sin mostrar los dientes.
Llevaba apenas tres días desde su llegada y, aunque nadie lo decía abiertamente, percibía el peso de los secretos flotando entre las paredes del templo. Cada confesión parecía un eco del mismo pecado: miedo.
Detrás de él, el chirrido de la puerta rompió la quietud.
Una mujer avanzó por el pasillo central, con paso seguro y voz baja.
—Padre Navarro —saludó, extendiendo una mano enguantada—. Alaia Miller. Agente del FBI—ella mostró su placa — He venido por el homicidio del señor Gómez, uno de los funcionarios de la catedral.
Elías se levantó. La luz de las velas se reflejó en sus ojos oscuros.
—Pobre hombre, Luis Gómez fue el secretario de catedral, ahora que Dios lo tenga en su reino. Agente Miller, acabo de llegar y tengo entendido que su muerte ocurrió cuatro días antes de mi llegada. No sé, mucho sobre él, quién tenía más información era el padre Finley, ahora él se encuentra en el Vaticano.
Ella sonrió apenas.
—Lo sé, Padre Navarro. Estoy aquí para ver si me puede mostrar el archivo de él, todo lo que tenga será importante para descubrir a los responsables de su homicidio.
—Claro, solo que la nueva secretaria llega a las ocho con treinta minutos, debo de confesar que este homicidio ha sorprendido a todos, un asesinato aquí en Catedral, aquí siempre ha sido tranquilo por lo que me cuentan los feligreses.
Miller no fue consciente de sus palabras con lo que iba a decir.
—Pueblo chico, muchos secretos. Tampoco todos saben lo que ocurre aquí, padre.
Hubo algo en su tono —una mezcla de advertencia y compasión— que lo dejó sin palabras. Desde ese instante, Elías supo que esa mujer investigaba algo más que un simple homicidio. Su presencia era un misterio, y él, por primera vez en su vida, no estaba seguro de querer resolverlo.
Durante los días siguientes, la vio recorrer los pasillos con una libreta negra entre las manos, observando a los feligreses, haciendo preguntas que nadie se atrevía a contestar. Recorriendo algunos lugares de Fairhope. Presenta en cada misa, Elías sentía su mirada sobre él: firme, inquisitiva… humana.
El amor —si así podía llamarlo— empezó como una chispa de culpa.
Una conversación más larga de lo debido.
Una mirada sostenida después de la última bendición.
Un silencio compartido en medio del incienso.
Pero en nada era inocente. La sombra del antiguo sacerdote, el padre Finley, aún se cernía sobre la Catedral. Se decía que había sido trasladado al Vaticano, aunque algunos juraban haberlo visto salir del bosque en mitad de la noche.
Alaia lo sabía.
Elías lo intuía.
Y entre ambos, la verdad se extendía como una grieta invisible: una que podía romper su fe, su lealtad… y sus corazones.
—Si seguimos por este camino —susurró ella una tarde, cuando el último rayo de luz tiñó de rojo los vitrales—, no habrá salvación para ninguno.
Él no respondió. Solo alzó la vista al crucifijo, buscando una respuesta que no llegaría.
Fuera, las campanas comenzaron a sonar, marcando el final del rezo.
Dentro, el verdadero pecado apenas comenzaba.