La noche transcurría con la tranquilidad habitual en el pequeño apartamento de los Kim. La soban de madera oscura —esa mesa baja típica coreana donde siempre cenaban— estaba iluminada por la tenue luz de la lámpara colgante. Sobre ella, dos tazones de miyeok-guk, la reconfortante sopa de algas que su madre les había enseñado a preparar, desprendían un aroma a mar y ajonjolí.
Kim Seok-woo, un joven de 18 años y 1.85 m de altura —casi rozando el marco de la puerta cuando se levantó—, terminó su última cucharada y apiló los platos con movimientos precisos. Su cabello café oscuro, despeinado por el viento de la tarde, caía sobre sus ojos del mismo tono, que brillaban con el reflejo del agua mientras enjuagaba los cubiertos. Aunque no era delgado —sus hombros anchos y brazos firmes delataban sus entrenamientos de baloncesto—, movía las manos con delicadeza al frotar la esponja sobre los tazones de acero.
—Hyung, ¿vas a salir con Yuna este fin de semana? —preguntó de pronto Kim Min-ji, su hermana menor de 16 años, sin apartar los ojos de su teléfono. Sentada en el soban con las piernas cruzadas, —apenas superaba el 1.60 m— parecía aún más pequeña bajo el suéter oversize que siempre usaba. Su rostro redondo y dulce, enmarcado por un cabello Café corto que le llegaba a la mandíbula, proyecto una sonrisa pícara al ver cómo su hermano tensaba los hombros.
Seok-woo dejó escapar un suspiro, sus mejillas ligeramente sonrojadas contrastando con su piel clara.
— ¿Otra vez con eso, Min-ji-ah? —Murmuró, evitando su mirada—. Solo somos amigos.
— ¡Ajá! Por eso te pones así —río ella, señalándolo con el tenedor—.La tía Yi-seo dice que te pones colorado como los ttangkong (maníes tostados) cuando te hablan de ella.
El sonido del agua goteando en el fregadero ahogó cualquier posible respuesta. Más allá de las ventanas, el viento otoñal zarandeaba las persianas con un crujido metálico, pero en el interior, el calor del ondol bajo el suelo y esa cómoda complicidad entre hermanos lo envolvían todo como un manto.
Sin embargo, esa paz no duraría ni un minuto más.
Un golpe seco resonó en la puerta principal, haciendo que los cubiertos en el escurridor tintinearan. Min-ji alzó la vista de su teléfono, sus ojos oscuros brillando con curiosidad pícara.
-“Ya voy, ya voy", murmuró Seok-woo, secándose las manos en el delantal antes de señalar a su hermana con el mentón. "Min-ji-ah, ve a ver quién es. Ya es muy tarde para que sea los muchachos para jugar.
La joven hizo una Mueca mientras se levantaba, ajustándose el suéter que le quedaba enorme.
-¿Por qué yo siempre tengo que ser tu secretaria, hyung?, protestó, aunque ya caminaba hacia la entrada con esa mezcla de fastidio y curiosidad típica de los hermanos menores.
¡Toc, toc, toc!
Los golpes en la puerta resonaron Otravez, interrumpiendo la tranquilidad de la noche. Min-ji, arrastrando sus esponjosas pantuflas de conejo, se acercó con curiosidad. Al asomarse por el ojo mágico, sus cejas se elevaron en un arco perfecto (¡zas!), y sus dedos se aferraron al marco de la puerta con una mezcla de sorpresa y nerviosismo.
—Hyung… —susurró, volviendo la cabeza hacia la cocina con voz temblorosa—. ¿Estás seguro de que no esperabas a alguien?
Seok-woo dejó el plato que estaba lavando con un clan metálico, secándose las manos en el delantal antes de acercarse.
— ¿Qué pasa? ¿Quién es? —preguntó, arqueando una ceja.
—Mmm… no sé —respondió Min-ji, mordisqueando su labio inferior—. Hay una chica… y dos hombres con trajes negros. Parecen sacados de esa película de mafiosos que vimos el mes pasado.
Seok-woo soltó una risa breve y sacudió la cabeza.
—Deja de decir tonterías y de fantasear. Solo abre y pregunta quiénes son.
—Jum —refunfuñó Min-ji, cruzando los brazos—. Solo me tratas como tu secretaria. Ya ni siquiera me dejas imaginar.
Con un suspiro, giró el picaporte y abrió la puerta. Su mirada se elevó lentamente, desde los zapatos pulidos hasta el rostro de la visitante.
--Buenas noches —saludó Min-ji, conteniendo un leve tartamudeo.
En el Pasillo se encontraba una joven de 1.68 metros de altura, con una piel blanca y un cabello rojizo que caía en ondas suaves un poco más arriba de la cintura. Sus ojos café claro, brillantes y curiosos, estudiaban el interior del apartamento con una calma desconcertante. Vestía un elegante traje de chaqueta negro que acentuaba su figura esbelta, con detalles dorados que relucían bajo la luz del pasillo.
Detrás de ella, los dos guardaespaldas parecían estatuas talladas en oscuridad. Trajes negros impecables, hombros anchos, ojos ocultos tras gafas de sol (a pesar de ser de noche) y auriculares diminutos que susurraban órdenes invisibles. Uno era pálido como el mármol, con una cicatriz apenas visible en la mandíbula; el otro, moreno como la corteza de un roble, con nudillos marcados por peleas pasadas.
Pero lo más inquietante no era su presencia imponente, sino su absoluta quietud. No respiraban, no parpadeaban. Como si el tiempo se hubiera detenido a su alrededor.
—Disculpen las molestias —dijo la joven, con una voz dulce como miel de flores, pero con un filo de acero oculto. Sus labios se curvaron en una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
— ¿Podría ser que tú seas Kim Min-ji?
Min-ji asintió lentamente, los dedos aferrándose al marco de la puerta. Algo en esa sonrisa le heló la sangre.
Y entonces… ¡La desconocida explotó de emoción!
— ¡ERES TÚ! —gritó, saltando en el aire como un cachorro emocionado—. ¡Lo sabía! ¡Los encontré!
Sus manos (frías como el invierno) capturaron las de Min-ji, apretándolas con fuerza.
—Dime, dime, dime… ¿está tu hermano?
—S-Sí… —tartamudeó Min-ji, retrocediendo instintivamente—. ¿Pero quién… quién eres tú?