A Lee Mia se le ocurre preguntar dónde se encontraba, pero al momento en que logra tocar a la persona, cae inconsciente.
Los párpados de Lee Mia se abrieron lentamente, como si el simple acto de despertar requiriera un esfuerzo sobrehumano. La luz suave de la habitación la recibió como un susurro, filtrándose a través de unas cortinas de lino que danzaban con la brisa matutina.
La habitación era cálida, pero no sofocante. Paredes color crema, como el interior de un viejo libro, con sombras doradas que jugueteaban donde la luz las alcanzaba. Una cama amplia y mullida, cubierta con una manta tejida a mano en tonos tierra, lo suficientemente gruesa para abrigar pero ligera como para no oprimir. Una mesita de noche de madera clara, sobre la que reposaba una lámpara de vidrio esmerilado, su luz tenue pintando círculos dorados en el techo. Un armario antiguo de puertas corredizas, medio abierto, dejando ver el borde de lo que parecían prendas cuidadosamente colgadas. El aroma a madera de cedro y lavanda, tan distinto al perfume artificial de su propia habitación en la residencia Kim.
Silencio.
Solo el tictac lejano de un reloj y el crujido ocasional de las tablas del piso bajo sus pies.
Entonces, un movimiento en el marco de la puerta. sale de la habitación viendo una figura pregunta en voz alta:
-¿Dónde estoy? preguntó Mia, su voz aún ronca por el sueño (¿o sería por la fiebre?). Sus ojos tardaron en enfocar. El mundo seguía borroso en los bordes, como si alguien hubiera difuminado la realidad.
—¡Ah, despertaste! —Sus labios se curvaron en una sonrisa que mostraba una hilera perfecta de dientes blancos—. ¿Te sientes mejor?
Antes de que pudiera responder, sus manos. Dios, sus manos—grandes pero suaves la guiaron hacia un sofá de piel marrón. Un té humeante esperaba en la mesa de centro.
--¿Dónde estoy... y quién eres tú?
La voz de Mia cortó el aire como un cuchillo, cargada de una desconfianza que hacía retroceder hasta a los más valientes. Sus ojos, aún nublados por la fiebre pero sabe que esa voz es algo conocida en Ese momento ese hombre era un enigma. Y ella odiaba los enigmas.No había rastro de gratitud en su expresión. Solo el frío cálculo de quien evalúa una amenaza potencial.
El joven, inmutable ante su hostilidad, mantuvo una postura relajada pero alerta. Su simple presencia parecía llenar la habitación - esos hombros anchos que hablaban de años de entrenamiento, la mandíbula cuadrada que se tensaba levemente bajo su mirada escrutadora, y esos ojos...
Oh, esos ojos.
De un ámbar tan cálido que contrastaba brutalmente con la gélida recepción. Una mirada que, en otras circunstancias, podría haber derretido el hielo. Pero no hoy. No con ella.
--"En mi casa", respondió finalmente, su voz sorprendentemente suave para alguien de su complexión. —Adrián —se presentó, con una sonrisa que le arrugó las comisuras de los ojos, Mientras le daba la taza de té—.Y antes que lo pregunte: sí, desobedecí su orden de no seguirla. Pero entre perder mi trabajo y dejar que se congelara en la calle... la elección fue fácil., añade soy alguien que prefirió desobedecer antes que dejarte morir de hipotermia en la calle.
—¿Y no se te ocurrió llevarme a un hospital? —Mia tomó el té con desconfianza, oliéndolo discretamente antes de probarlo.
Él rió, un sonido cálido que resonó en la habitación.
—Señorita, con todo respeto, usted pesa más que mi equipo de gimnasio —se frotó los brazos exageradamente—. Y entre el pánico y mi nulo conocimiento de esta zona...
Ella lo golpeó en el abdomen. Sus nudillos chocaron contra unos abdominales tan duros que lastimaron sus dedos.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —preguntó, escaneando la habitación en busca de su reloj.
—Tres horas, cuarenta y dos minutos —respondió él con precisión militar, señalando el reloj de pared detrás de ella—.
—¡¿Qué tanto ha pasado?!
—Sí, pero tranquila", respondió con una sonrisa que le arrugó suavemente los ojos, "estás en mi casa, así que puedes relajarte. A menos que..." Hizo una pausa dramática, inclinándose ligeramente hacia adelante con complicidad.
—¿O acaso creías que los guardaespaldas dormíamos en armarios? Te confieso que probé una vez, pero las corbatas no hacen buenas almohadas.
El comentario vino acompañado de un destello de picardía en su mirada, lo justo para aligerar la tensión sin resultar forzado. Una broma cuidadosamente calculada - lo suficientemente tonta para sacar sonrisas, pero no tanto como para subestimar su inteligencia.
Mia sintió cómo sus labios traicioneros amenazaban con curvarse antes de que su orgullo los obligara a mantenerse en una línea firme. Ese maldito tenía un don - sabía exactamente cómo desarmarla sin parecer que lo intentaba.
—¿Y el té? —Dijo Mia sin titubear insistió, olfateando el contenido con desconfianza profesional—. ¿También es parte del servicio?
Adrián se encogió de hombros, las mangas de su suéter tirándose sobre los músculos de sus brazos:
—Eso, señorita Lee, se llama humanidad básica.
—¿Acaso olvidaste que soy tu superior? ¿O es que el respeto ya no se estila?" — Mia alzó la taza con elegancia, tomando un sorbo deliberadamente lento mientras lo miraba por encima del borde de porcelana, sus ojos desafiantes como dagas de hielo.
Adrián se reclinó en el sillón con una calma estudiada, los pliegues de su suéter negro acentuando los músculos de sus brazos al cruzándolos.
—Señorita, con todo respeto —su voz era miel sobre acero—, mi horario de servicio terminó hace dos horas. Técnicamente, ahora mismo soy solo un hombre que le ofrece té a una mujer que encontró temblando en la calle. —Una pausa calculada, sus ojos ámbar atrapando la luz de la lámpara. —Aunque... si tanto desconfías, quizás debería preguntarme por qué aceptaste beberlo. Podría haber sido cicuta, ¿no?
Mia dejó escapar un suspiro que habría derretido el Ártico, sus dedos acariciando el borde de la taza con familiaridad.