—Él... e-él me dijo... —Su voz era apenas un hilo de aliento caliente—. Que... que le gusto.
—¡¿QUÉ?! —El grito de ambos cortó el aire como un cuchillo.
—¡Oh! Entonces...
Pero Mia no terminó la frase. Sus pestañas temblaron como alas de mariposa heridas antes de que su cuerpo se desplomara hacia adelante.
Seok-woon reaccionó antes de pensar. Sus brazos la atraparon a centímetros del suelo, y por un instante todo se detuvo: el peso de Mia contra su pecho, el perfume a jazmín mezclado con el sudor febril, el modo en que su cabello rojizo se derramó sobre su brazo como tinta.
—Idiota —murmuró, pero sus manos fueron cuidadosas al levantarla. La llevó a la habitación como si cargara cristal, arropándola con el edredón hasta que solo su rostro asomaba, pálido como la luna entre las nubes.
Al tocar su frente, su expresión se endureció.
—¡Min-jo! —rugió, volviéndose con los ojos encendidos—. ¿Cómo no notaste que ardía así?
Min-jo, pálida, extendió la mano. Retiró los dedos como si la hubiera quemado.
—¡Juro que antes no estaba tan mal! —balbuceó—. ¡Dios, parece un horno! ¿Llamamos a un médico?
Seok-woon apretó la mandíbula. Afuera, el viento golpeaba las ventanas como un animal enjaulado.
—¿Un médico? Con esta tormenta, ni los muertos saldrían —escupió. Sus dedos se cerraron en un puño—. Tráeme agua fría y un pañuelo. Yo me quedo con ella.
—¿Tú? —Min-jo lo miró como si hubiera crecido otra cabeza
—¡No me obligues a repetirlo! —bufó, ajustándose las mangas con gesto brusco—. Es solo... cortesía. Nada más.
El tictac del reloj en la pared marcaba el paso de los minutos cuando Min-ji reapareció en el umbral, las manos temblorosas sosteniendo un bol de porcelana azul donde trozos de hielo chocaban entre sí con un sonido cristalino. El agua dentro aún no estaba lo suficientemente fría, así que había añadido cubos que flotaban como icebergs en miniatura.
—Oppa —susurró, acercándose con pasos cautelosos—. Tuve que agregar hielo. Está helado como el invierno en las montañas —extendió el bol hacia él, sus ojos reflejando preocupación—. ¿Quieres que busque guantes? Tus manos...
—No. —La voz de Seok-woon cortó el aire como una espada, aunque sus dedos ya palidecían por el frío—. Ve a descansar. Yo me ocupo de ella.
Sin vacilar, hundió el trapo de lino azul oscuro en el agua gélida. El contraste entre el calor febril de Mia y el frío que ahora empapaba el paño era brutal. Una y otra vez, exprimió el tejido con manos que empezaban a entumecerse, los dedos enrojeciéndose primero, luego amoratándose bajo el esfuerzo. El dolor punzante en sus articulaciones era insignificante comparado con el fuego que devoraba el cuerpo de Mia.
Las horas se deslizaron como sombras.
El viento aullaba tras los cristales empañados, dibujando fantasmas de escarcha en los bordes de las ventanas. Seok-woon no apartaba la mirada del rostro de Mia, observando cómo las gotas de agua fría resbalaban por su frente como lágrimas de invierno. Sus propias manos, ahora torpes y casi insensibles, seguían repitiendo el ritual:
Mojar. Exprimir. Aplicar.
Nada más importaba.
Solo ella.
Y así vino una pregunta a su cabeza: ¿Realmente era cortesía?
La medianoche devoró la casa en silencio. Solo el crujido de las maderas rompían la quietud. Seok-woon, vencido por el cansancio, se hundía en la silla junto a la cama cuando un movimiento lo alertó.
Mia lo miraba.
Sus ojos —Se vean oscuros como la noche tras la ventana— lo observaban con una intensidad que le cortó el aliento.
—Siéntate, todavía debes... —comenzó, pero ella alzó una mano temblorosa.
—Lo siento —susurró. Su voz era dulce como miel caliente, tan distinta a su tono habitual que Seok-woon se quedó inmóvil, como un ciervo ante una fogata.
—¿Qué? —parpadeó—. Nunca... nunca me hablaste así.
—Lo dije en serio —repitió Mia, las palabras lentas, empapadas de fiebre—. No quise... invadir tu casa. Arruinar tu paz. Pero... —su respiración se quebró— no tuve opción.
—¿Opción? —Seok-woon se inclinó hacia adelante, los codos en las rodillas—. ¿Qué significa eso?
—Yo... yo... —Mia entrecerró los ojos, la conciencia desvaneciéndose como arena entre los dedos—. No puedo...
Y se desplomó de nuevo, el sueño o el delirio arrastrándola lejos.
Seok-woo, no insistió, solo la volvió a acomodar. Con la esperanza de poder conversar después.
La mañana llegó con luz dorada y mentiras frágiles. Mia despertó con un bostezo, los párpados pesados como piedras. Al intentar frotarse la cara, notó el obstáculo: su mano derecha estaba prisionera.