Prometo amarte hasta que te mate

CAPÍTULO 1

Conocí a Ada en un café un martes de lluvia.

No creo en el destino. He pasado treinta y dos años rechazando esa idea romántica de que el universo conspira a favor de los enamorados. Soy abogado. Creo en hechos. En evidencia. En la causa y el efecto observable. La vida no es un guión. Los encuentros son probabilidades, no profecías.

Pero después de ese martes, dejé de creer en las probabilidades.

Llovía de una forma específica: no violenta, sino persistente. El tipo de lluvia que no viene de las nubes sino que parece exudar del aire mismo. Estaba en el café Meridian, un lugar donde voy cada martes a trabajar porque la música es baja, las mesas son amplias, y nadie me molesta. He estado yendo allí durante tres años. Siempre elijo la misma mesa, en la esquina suroeste, junto a la ventana que da a la calle. Sé que eso es una manía. Mi exnovia lo mencionaba constantemente: "Remberto, necesitas variar. Necesitas flexibilidad en tu vida."

Quizás tenía razón. Quizás si hubiera elegido otra mesa ese martes, nunca habría sucedido.

Pero no lo hice. Elegí mi mesa habitual. Y fue entonces cuando entró ella.

No levanto la vista cuando entra gente al café. Es una regla que me impuse hace años. Las distracciones son enemigos del enfoque. Estaba revisando un expediente de divorcio, un caso particularmente deprimente donde una pareja que estuvo junta dieciocho años estaba negociando quién se quedaba con los cuadros de la pared. Quién se quedaba con los recuerdos. Como si los cuadros o los recuerdos fueran divisibles. Como si el dolor pudiera repartirse en dos mitades iguales.

Pero escuché el sonido.

No era un sonido fuerte. Era una suavidad: el roce de una chaqueta mojada, el susurro de un bolso siendo colocado, el crujido casi imperceptible de una silla siendo desocupada. Entonces, el sonido de un libro siendo abierto. Las páginas tienen un sonido particular cuando se abren con cuidado. Cuando alguien no quiere que se note que está allí.

Levanté la vista.

No debería haberlo hecho. Pero lo hice.

Estaba en la esquina noroeste del café. Exactamente diagonal a mi posición. Cerca de la ventana, donde la lluvia golpeaba el vidrio con un ritmo que parecía personal. Estaba leyendo un libro cuya tapa no pude ver desde la distancia. Su cabello era oscuro. Largo. Mojado por la lluvia. Se lo había recogido en una coleta, pero varios mechones se habían escapado y colgaban junto a su rostro.

Ella no me vio.

Y fue eso lo que me atrapó.

En un mundo donde todo el mundo está constantemente consciente de ser observado, donde todos calibramos nuestras acciones para la galería de desconocidos, aquí había alguien que estaba completamente ausente de toda conciencia pública. Su concentración en el libro era absoluta. Era como si el café no existiera. Como si la lluvia fuera solo ella y el texto. Como si el resto del mundo hubiera sido borrado por su indiferencia a su existencia.

Continué observándola.

Esto, probablemente, no debería admitirlo. Pero estoy escribiendo la verdad, así que lo admitiré: dejé de fingir que estaba trabajando. Cerré el expediente. Pedí otro café que no necesitaba. Y la observé.

No era hermosa de una forma convencional. Eso es lo importante que debo aclarar. No tenía el tipo de belleza que las personas señalan o sobre la que los hombres se quejan con sus amigos. No era perfecta en la forma que las revistas promueven. Su nariz era ligeramente grande. Tenía una pequeña cicatriz cerca de su clavícula. Sus manos no eran delicadas; eran trabajadoras, con las uñas sin pintar.

Pero había algo en ella que detenía el tiempo.

Pasé una hora observándola. Sé que eso es perturbador. Sé que eso tiene un nombre: voyeurismo, obsesión, conducta acosadora. Pero en ese momento, mientras la lluvia golpeaba el vidrio y ella pasaba las páginas de su libro sin parecer registrar mi existencia, no sentí que estuviera haciendo nada malo. Sentí que estaba viendo algo verdadero. Sentí que estaba presenciando a alguien sin su disfraz habitual.

Ella cambió de posición tres veces. Cruzó las piernas. Se tocó la cicatriz en la clavícula como si fuera un hábito nervioso. En un momento, cerró los ojos durante casi cinco minutos. Pensé que se había dormido. Pero luego leyó una línea de su libro, subrayándola con un dedo. Esa línea era importante para ella. Eso era información que no debería saber, pero que conocía.

Alrededor de las 15:30, ella levantó la vista del libro.

Mi corazón hizo algo que no debería haber hecho. Se detuvo. Luego aceleró.

No me miró a mí. Miró por la ventana. Vio la lluvia. Su expresión cambió levemente. Pareció reconocer algo en la lluvia. Algo que le recordaba algo que preferiría no recordar. Su boca se contrajo ligeramente. Como si estuviera conteniendo una emoción.

Luego volvió a mirar su libro.

Y en ese momento, sucedió lo que cambió todo.

Levantó la vista nuevamente. Pero esta vez, nuestros ojos se encontraron.

No fue accidental. No fue un parpadeo de reconocimiento mutuo. Fue una línea recta de consciencia. Ella estaba mirando en mi dirección, y en lugar de apartar la vista, como debería haber hecho cualquier persona racional, se quedó mirándome.

Durante tres segundos (los conté mentalmente), simplemente nos observamos.




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