Prometo no amarte

Capítulo 8. No pensaremos en Dios

Si te gusta la historia, me ayudarías muchísimo comentando durante el capítulo. Muchas gracias por tu lectura.

 

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C A P Í T U L O 8

N O  P E N S A R E M O S  E N  D I O S

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Estela entró a su casa y, como los días anteriores, no encontró a su padre.

Hacía ya una semana que visitaba el apartamento de Adam, de día por medio, y no importaba a qué hora llegara, su papá no estaba. Sabía que seguía vivo porque lo escuchaba entrar en las madrugadas, pero no habían intercambiado ni una mirada después del que recordaría como el peor día de su vida.

Prefería que fuese así, reflexionó mientras se cambiaba el uniforme por su ropa de casa. Su padre la agredió de manera física y verbal muchas veces, aun así, ella no lo odiaba. Le dolía la manera en que la trataba y el cómo su vicio lo iba consumiendo, pero no lo odiaba. Era su papá, después de todo, y a veces recordaba los buenos momentos, cuando ella aún era una niña y él no estaba enojado todo el tiempo. Incluso con lo horrible que era, ese hombre la había criado. Nunca había sabido nada de su madre, o de algún otro familiar, así que, en el fondo, seguía siendo infantil cuando pensaba sobre él.

Muchas veces se vio fantaseando con la posibilidad de que ganara una fortuna con uno de los billetes de lotería que le gustaba comprar. Varias noches cayó dormida imaginándose su rostro con una sonrisa enorme mientras le decía que todos sus problemas se habían solucionado y que se arrepentía de haberla tratado como lo hizo.

Estela lo hubiese perdonado.

Le hubiese perdonado todo antes de aquel día.

Esa noche, si su padre entrara por la puerta anunciándole que era millonario, no le sonreiría. No sabía si lo odiaba, pero experimentaba una profunda indiferencia hacia lo que pasara con él, como si se hubiese vuelto un desconocido. En adelante, el hombre que era su padre sería uno del que se alejaría al entrar a la universidad y entonces lo único que podría encontrarlos sería la casualidad.

Al menos ya no dejaba las botellas de licor tiradas en la sala, al lado del sillón, y la casa se veía limpia. También habían comenzado a aparecer bolsas o cajas con comida rápida en la cocina, que el primer día pensó eran de él, pero al verlas acumularse entendió que se las dejaba a ella. ¿Se sentía culpable, quizá? No importaba, Estela no planeaba subir los kilos que necesitaba con comida chatarra, así que tomó el detalle de ese día y se encaminó a dos cuadras de su casa, donde colocaba todo encima de un trozo de madera para que los perros callejeros mejor (¿o peor?) alimentados del mundo lo devorasen.

Mientras estaba afuera observó la escena nocturna de su barrio y pensó en el White Diamond. Ambos se ubicaban en Lorne, una de las metrópolis de Duran, donde se movían cantidades millonarias cada día, a la vez que se asentaban los barrios y zonas más pobres del país. Mirando las casas que se querían caer a pedazos y algunos carros parqueados a los lados, que no estaban bajo techo porque nadie se los querría robar, pensó en lo demencial que le resultaba que, en solo media hora, el autobús la llevara a ese sitio donde la riqueza rozaba lo insultante.

Alzó la vista al cielo, que era el mismo desde su barrio o su colegio, y se cuestionó si realmente lo lograría, si su esfuerzo valdría la pena y podría acceder a la vida que soñaba.

Faltaba tan poco, y entre más se aproximaba, el miedo a que se le deshiciera entre las manos crecía.

 

*

 

―¿Te gustan las flores?

Adam se giró para encontrarse con la niña que había preguntado aquello. Reconoció su rostro, pero no la historia tras este. Meses atrás, al cumplir trece años, había dejado de preocuparse por quién era hijo de qué familia y cuál era la razón por la que debía fingir interés en ellos.

―Te pregunto porque llevas varios minutos mirando esas rosas y pensé que quizá te gustaban. A mí también me gustan mucho, podríamos…

―No me interesan las rosas ―respondió.

En aquel entonces, aún se molestaba en hacerlo.

―¿No? C-como las mirabas tan fijamente, creí… ―dijo ella con un tono de disculpa.

Adam se lo pensó un momento. Escuchó las risas que siempre brotaban de los juegos en los recreos, y sintió culpa por la expresión abochornada de ella.

―A veces miro fijamente algo, un objeto, una planta, cualquier cosa ―explicó―, y al pasar los minutos siento como si lo que estoy viendo se transformara. Al inicio es como si percibiera detalles que nunca había notado, pero después… después parece perder profundidad. Es como si al mirar algo con la suficiente atención, uno se diera cuenta de que no es tan real como parece al primer momento ―reflexionó también para sí mismo.

Luego de unos segundos de silencio, observó a la niña. Esta parecía conflictuada sobre qué responder. Reconoció la expresión de desconcierto disimulado en su rostro; era la de alguien que no está meditando sobre lo que acaba de escuchar, sino que está barajando las ideas para encontrar una con la cual agradarle.

―¿Alguna vez has sentido algo así? ―preguntó en verdad interesado.

―¡Claro! Es genial.

El gesto de Adam se ensombreció.

―Mentirosa.

―¡N-no estoy mintiendo!

―Si lo hubieras sentido, estarías aterrada.

 

La primera clase del lunes era Filosofía. A Adam lo irritaba más que el resto de las clases, porque era el momento en que los alumnos del White Diamond hacían gala de toda su pretensión y de su boca borboteaban nombres como Nietzsche, Descartes, Maquiavelo, Schopenhauer o cualquier referente popular que pudiera forzarse cada dos frases.




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