=Penthouse de Mónaco - Noche=
El camino por el pasillo de mármol y la subida por la escalera de caracol hacia el segundo piso fue el más largo de la vida de Seraphina. Cada paso era una cuenta atrás, cada latido de su corazón un martillo contra sus costillas. Dimitri caminaba delante de ella, su ancha espalda era una muralla que la separaba del resto del mundo, guiándola inexorablemente hacia el destino que más temía.
Soy una estratega, se repitió a sí misma, la voz en su cabeza era un ancla en medio de un mar de pánico. Esto no es real. Es una actuación. Sobreviviré a esto.
La puerta del dormitorio principal era una enorme losa de madera oscura. Dimitri la abrió y se hizo a un lado, cediéndole el paso. No fue un gesto de cortesía, fue una presentación. Bienvenida a mi dominio.
La habitación era un reflejo perfecto del hombre. Era inmensa, dominada por una cama tamaño king con un cabecero de cuero negro. Las paredes estaban revestidas de paneles de madera oscura y una de ellas era un ventanal que ofrecía una vista deslumbrante de las luces de Mónaco. No había fotos. No había libros. No había desorden. Era un espacio masculino, opulento y tan carente de alma como una bóveda de banco.
Dimitri cerró la puerta a sus espaldas. El suave clic de la cerradura sonó en los oídos de Seraphina como el cerrojo de una celda.
Él se movió hacia un bar de caoba en un rincón y se sirvió dos vasos de vodka. No le preguntó si quería. Se acercó y le tendió uno.
—Bebe —dijo, su voz era una orden suave.
Seraphina tomó el vaso, sus dedos fríos rozando los de él. El líquido era transparente y puro. Se lo bebió de un solo trago, sintiendo el ardor del alcohol descender por su garganta, un fuego bienvenido que combatía el hielo de sus venas.
—Nerviosa, moya zvezda? —preguntó él, observándola por encima del borde de su vaso. Mi estrella. La palabra, que debería haber sido un término cariñoso, en sus labios sonaba como el nombre de una propiedad, de un yate o un caballo de carreras.
Seraphina dejó el vaso vacío sobre una mesa.
—Simplemente estoy cumpliendo con los términos de nuestro acuerdo, señor Volkov.
La respuesta pareció divertirle. Dejó su propio vaso y se acercó a ella. Se detuvo justo delante, tan cerca que ella tuvo que levantar la barbilla para mirarlo.
—Mi nombre es Dimitri. Vas a aprender a usarlo.
Lentamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo, levantó las manos y desabrochó el cierre del collar de diamantes que ella llevaba. Sus dedos, callosos y calientes, rozaron la piel sensible de su nuca. Fue un toque calculado, una prueba. Seraphina se obligó a permanecer inmóvil, a no estremecerse.
Él se acercó, y con una lentitud exasperante, levantó las manos para desabrochar el cierre del collar de diamantes. Sus dedos, callosos por una vida que ella no podía ni imaginar, rozaron la piel sensible de su nuca. El contacto fue a la vez un escalofrío y una quemadura. Seraphina se obligó a mantener la barbilla en alto, sus ojos fijos en un punto abstracto en la pared detrás de él.
—Quítate el vestido —dijo, su voz era un murmullo bajo que vibró a través de ella.
Seraphina obedeció. Su mente se disoció, convirtiendo sus acciones en las de una autómata.
Se dio la vuelta, ofreciéndole la espalda, un gesto de fría sumisión. Encontró la cremallera invisible y la deslizó hacia abajo. El sonido pareció desgarrar el silencio. La seda azul se deslizó por su piel como el agua, acumulándose en un charco a sus pies. Se quedó inmóvil, vestida solo con un conjunto de encaje negro que de repente se sentía increíblemente frágil.
Sintió su presencia detrás de ella, una ola de calor que le erizó la piel. Esperaba un toque brusco, la impaciencia de un hombre tomando lo que había comprado. En su lugar, hubo un silencio tenso, un silencio en el que podía sentir sus ojos grises recorriendo cada centímetro de su espalda.
—Date la vuelta —ordenó él, su voz era un murmullo ronco que vibró en el aire—. Quiero verte.
Con el corazón martilleando como un tambor de guerra, Seraphina obedeció. Se giró lentamente, la cabeza en alto, su rostro una máscara de fría indiferencia que le costaba hasta la última gota de su energía.
Él estaba de pie a unos metros, observándola. Una lenta sonrisa, depredadora y apreciativa, se dibujó en sus labios.
—Perfecta —murmuró, como un coleccionista que admira su adquisición más preciada.
Luego, ante la mirada atónita de Seraphina, él comenzó a desvestirse.
No lo hizo con prisa, sino con una deliberada y fluida eficiencia. Se quitó el saco, revelando unos hombros anchos y poderosos. Se desabrochó los gemelos de las muñecas, dejando al descubierto unos antebrazos surcados por venas, fuertes y masculinos. Luego, se desabotonó la camisa.
Y Seraphina contuvo la respiración.
El hombre que se reveló ante ella no era un empresario. Era un guerrero. Su pecho era ancho y su abdomen estaba marcado por músculos duros y densos, el cuerpo de un hombre forjado en la violencia, no en un gimnasio de lujo. Una fina línea de vello oscuro descendía desde su pecho hasta desaparecer en la cinturilla de su pantalón. Vio el mapa de su historia en su piel: una vieja cicatriz de un cuchillo en su costado, otra más descolorida cerca de su hombro. No eran imperfecciones; eran testamentos de su poder.
Editado: 22.08.2025