LA CASA EN MEDIO DEL VALLE
Desde la distancia, *El Muro* se erguía como un titán dormido. Una muralla tan alta que su cima se perdía entre las nubes, tan larga que parecía abrazar el horizonte mismo. Sabía que tras esa fortaleza colosal se extendía una ciudad entera, un mundo propio protegido del exterior. Un lugar al que Adael no pensaba entrar… no todavía.
Se detuvo sobre una colina baja, con el viento moviendo su capa como un banderín desgastado.
— Creo que es por aquí… — Murmuró, observando el mapa una vez más.
No avanzó hacia el Muro. En cambio, tomó un desvío casi imperceptible, un camino angosto que se alejaba de la muralla y se internaba en un valle silencioso. El paisaje se abrió ante él: una enorme llanura cubierta de hierba dorada que se mecía con el viento. Y allí, solitaria en medio de aquel inmenso valle, descansaba una pequeña casa de madera.
Rota por el tiempo, pero aún firme. Cálida, incluso desde lejos.
Los latidos de Adael se aceleraron.
— Es aquí… —susurró con una mezcla de nerviosismo y alivio.
Aquella casa.
El refugio.
El lugar al que su madre escapaba cuando necesitaba respirar lejos de la ciudad encajonada dentro del Muro.
La conocía. Recordaba haber venido cuando era apenas un niño, corriendo entre esas mismas hierbas, riendo, tropezando, mientras su madre lo llamaba desde la puerta con la suavidad fatigada de quien carga demasiadas responsabilidades.
Con una exhalación profunda, Adael descendió hacia la casa.
Al llegar, comprobó que estaba cerrada con un candado viejo. Pasó el pulgar por el metal frío y oxidado.
— Perdóname, madre… — Dijo.
Apoyó dos dedos brillantes de electricidad sobre el candado. Un chasquido seco bastó. La traba se abrió sin dañarse demasiado; apenas se deformó. Adael empujó la puerta con cuidado.
El interior estaba silencioso, pero no muerto. Había una tibieza familiar en el aire. Las paredes de madera conservaban fotografías antiguas, algunas cubiertas de un fino polvo: una de él, pequeño, sonriendo con dientes torcidos; otra de sus hermanos, abrazándose torpemente; otra donde todos estaban juntos, acompañados por su madre, cuyo gesto firme y protector seguía brillando incluso tras el cristal empañado.
Adael sintió un nudo en la garganta.
— Ha pasado tanto tiempo… — susurró.
Recorrió la casa con pasos suaves, casi reverenciales. Tocó los marcos de las fotos. Observó la mesa pequeña, la cama sencilla, la jarra de agua vacía. Todo indicaba que su madre venía con frecuencia… y que pronto volvería.
Dejó sus cosas en un rincón, salió nuevamente al exterior y se sentó en el pequeño porche de la casa. El viento del valle soplaba agradablemente, trayendo aromas de tierra y hierba fresca. El Muro se alzaba a la distancia como un guardián vigilante, silencioso, inamovible.
— Mamá… espero que vengas hoy — Dijo, apoyando los codos sobre las rodillas.
Y así, Adael esperó.
En la soledad del valle, junto a la casa que guardaba sus recuerdos, aguardó pacientemente el regreso de la mujer que, incluso tras varios años, seguía siendo su mayor ancla en el mundo.
Fin.
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Editado: 21.12.2025