Propuesta del jefe

**Capítulo 1: La propuesta que no estaba en el contrato**

**Capítulo 1: La propuesta que no estaba en el contrato**

Trabajar cinco años para el señor Martínez no me preparó para lo que estaba a punto de pedirme. Yo estaba acostumbrada a lo raro: que no usara emojis en los mails, que hablara de su esposa pero nadie la hubiera visto nunca, y que jamás recordara mi nombre completo. A veces me llamaba “Emi”, otras “Milagros”, y una vez incluso me dijo “Elena”. Pero lo que me pidió esa tarde… eso fue otra liga.

—Emilia —me dijo desde la puerta de su oficina, con ese tono seco que usa cuando está a punto de pedirme que haga algo que no está en la descripción del cargo, como cuidar a sus plantas o comprarle caramelos sin azúcar—. ¿Podés venir un momento?

Yo dejé a medio responder un correo sobre una campaña fallida de shampoo para perros y me acerqué. Me latía un poco el corazón. Siempre me late cuando me llama así, con esa voz que no grita, pero intimida como si lo hiciera. Me senté en la silla frente a su escritorio y lo miré, esperando lo peor.

—Tengo que pedirte algo —dijo, entrecerrando los ojos.

Ahí fue cuando pensé: “Me va a despedir. Seguro se dio cuenta de que me robé un sobre de azúcar de la cocina”. Pero no. Hubiera sido más simple.

—Necesito que finjas ser mi esposa —soltó.

Parpadeé. Una vez. Dos veces. Y después me reí. Fuerte. De esas risas que se te escapan sin permiso.

—¿Perdón?

—Que necesito que finjas ser mi esposa —repitió, con la misma seriedad con la que uno dice “hay guerra mundial”.

—¿Usted se escucha? —le pregunté, sin poder creerlo—. ¿Esto es una cámara oculta? ¿Está filmando algo para TikTok? ¿Qué sigue, que le peine al gato?

—Es serio, Emilia.

Y ahí lo vi: no estaba bromeando. Me explicó que su “esposa” —la que todos creíamos que era un mito urbano— estaba enferma, que no podía asistir a eventos, y que los inversores querían “ver estabilidad familiar”. Como si una empresa vendiera más si el jefe aparece de la mano con una mujer en las cenas.

—¿Y por qué yo? —pregunté, con la frente fruncida y una lista mental de todas las otras mujeres de la oficina que, claramente, usaban tacos mejor que yo.

—Porque confío en vos. Sos discreta. Y... necesitás el dinero —dijo, bajando un poco la voz.

Y ahí, me golpeó la realidad como una cachetada emocional. Mis dos hijas, mis cuentas acumuladas, el alquiler atrasado, y el par de zapatillas que Milena necesitaba con urgencia.

Acepté. No por él. Por ellas.

—Está bien. Pero no me haga besarlo en público. Ni sonreír demasiado. No soy buena actriz —dije, medio en broma, medio rogando que no se le ocurrieran ideas ridículas.

Él asintió. —Será solo para eventos específicos. Y mis hijas vendrán a casa el fin de semana, así que sería bueno que empieces a conocerlas.

Ahí sentí un cosquilleo raro. ¿Las niñas? No esperaba eso. Tampoco esperaba que una de ellas, más adelante, me abrazara por la espalda mientras cocinaba y me dijera: *"Ojalá vos fueras mi mamá de verdad."*

Pero eso… eso fue después.

Ese día, salí de su oficina siendo Emilia, la asistente. Y entré sin saber que, por un tiempo, iba a convertirme en la señora Martínez.

O en algo parecido.




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