Capítulo 8: Lo que no se dice
No pasó nada.
Y eso fue exactamente el problema.
No hubo besos, ni caricias, ni declaraciones dramáticas bajo la lluvia. Solo pequeñas cosas. Él poniendome azúcar en el café sin preguntar. Yo doblándole la camisa que se le cayó del respaldo de la silla. Las miradas que se alargaban demasiado. Los silencios que antes eran indiferencia, y ahora eran otra cosa.
Y sin embargo, me sentí como una ladrona.
Elina se colaba en cada gesto.
Esa noche, me desperté con sed. Bajé a la cocina en puntas de pie para no despertar a las nenas. Y ahí estaba Iván, descalzo, con una copa de vino a medio tomar.
— ¿No podías dormir? —pregunté.
Negó con la cabeza.
—A veces el silencio me pesa más que el cansancio.
Me senté frente a él. Silencio. El bueno. El incomodo. Ese que da miedo porque parece que algo está por pasar.
—Fuiste otra vez, ¿no? —preguntó, sin mirarme.
Asentí. No me pidió explicaciones. Pero tampoco las merecía. No era mi dueño. No era nada. Y sin embargo… todo era confuso.
—¿Te contó más cosas? —preguntó.
—Me preguntó si te hacía feliz.
Él frunció el ceño.
—¿Y qué le dijiste?
—Que no lo sabía. —Lo miré a los ojos—. Porque no lo sé.
Un silencio largo.
—¿Y vos? —me preguntó—. ¿Sos felices?
No esperaba esa pregunta. Mucho menos de él. Me quedé pensando. Mi vida estaba lejos de la perfección. Era un enredo de responsabilidades, miedo al futuro, hijas pequeñas que dependían de mí para todo, y un trabajo que era una mentira con papeles firmados.
Pero había algo distinto ahora.
Alguien me esperaba para cenar. Alguien me miró de reojo cuando me reía. Alguien que, aunque no lo dijera, se estaba ablandando.
—Estoy confundida —respondí—. Pero eso ya es un avance.
Él irrita. Pequeño, cargado. No sonreía mucho. Cuando lo hacía, parecía otra persona. Más joven. Menos armado.
—Yo también —dijo, y tomó un sorbo de vino—. A veces me pregunto si todo esto se nos fue de las manos.
—¿Esto?
—Vos. Las nenas. La casa. El acuerdo. Hacer.
Asentí.
—Lo único que no se me va de las manos son ellas.
-Perder. —Bajó la vista—. Sos una buena madre.
Y ahí, sin que nadie lo dijera, pasó.
Él estiró una mano. Yo estiré la mía. Nuestros dedos se rozaron. No fue un beso. No fue un abrazo. Fue peor. Fue intimidado .
La clase de intimidad que solo tienen los que han visto al otro en pijama, con fiebre, con miedo. Esa que no se puede borrar.
Me levanté de golpe.
—Tengo que subir. Las nenas...
No terminé la frase.
Él no me detuvo. No hacía falta. Ya estaba dicho todo.
Esa noche soñé con Elina.
Soñé que estaba sentada en mi cama, peinando a Milena. Me miraba con tristeza.
—Él está vivo gracias a vos —me dijo—. Pero no te confundas. Eso no lo hace tuyo.
Me desperté con el corazón galopando. Me fui al baño, me lavé la cara y me miré en el espejo.
¿Qué estaba haciendo?
¿Por qué me dolía sentir algo por un hombre que no era mío? ¿Por qué me hacía sentir tan culpable el hecho de que él me mirara como si quisiera quedarse?
Al día siguiente, él evitó la cocina.
Y yo también.
Durante el desayuno, las nenas jugaron en el living y se rieron tanto que parecía que nada dolía.
Pero yo sí dolía.
Mucho.
Y lo peor era que no sabía si ese dolor era por él, por Elina… o por mí misma, que por primera vez en mucho tiempo me sentí deseado. Valida. Vista .
Esa tarde, Iván volvió más temprano. Traía unas cajas.
—¿Mudanza? —pregunté, intentando sonar liviana.
-No. Solo… cosas viejas. Pensé que las nenas podían usarlas. —Se encogió de hombros—. Juguetes de cuando era chico.
Las chicas saltaron de felicidad. Vera encontró una espada de plástico y se proclamó reina del reino del sillón. Milena corrió por toda la casa con una linterna rota como si fuera un micrófono. Yo los miraba a los tres y sentía una punzada en el pecho.
No eran una familia.
Pero eso parecía.
Esa noche, cuando fui a apagar las luces del living, Iván seguía ahí. Miraba una foto.
Era Elina, embarazada. Y él a su lado. Sonreían. Ella tenía la mano sobre su panza. Él la rodeaba con los brazos.
No quise interrumpir. Pero él habló.
—Ella perdió al bebé a los siete meses.
Me quedé helada.
—No lo sabía…
—Nadie lo sabe. Fue después del accidente. —Se pasó una mano por la cara—. Ese bebé nos cambió la vida. O mejor dicho… su ausencia.
Sentí que me metía en un lugar que no era mío. Que pisaba memoria sagrada. Pero no me fui.
—¿Por eso se enfermó?
-No. Ya estaba enferma. Solo que nadie lo había notado. O no quisimos ver.
Lo miré. Y vi el dolor. Crudo. Sin maquillaje.
Me acerqué.
Él me miró. Y por primera vez, no hubo barrera. No hubo jefe ni madre desesperada. Solo dos personas, rotas, que encontraban un pequeño rincón de calma en medio del desastre.
Me tomó la mano.
No dije nada.
Pero esa noche, mientras él dormía en el sillón y yo en mi cama, supe que ya era demasiado tarde para detener esto.
Y que si seguía adelante… alguien iba a salir herido .
Tal vez él.
Tal vez Elina.
Tal vez yo.
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Editado: 06.05.2025