Propuesta del jefe

Capítulo 10: Lo que el cuerpo no puede llamar

Capítulo 10: Lo que el cuerpo no puede llamar

No sé cómo empezó.

O mejor dicho, sí lo sé. Empezó con una mirada sostenida demasiado tiempo. Con una caricia que no fue accidental. Con una noche fría y dos cuerpos demasiado cerca para fingir que no se necesitaban.

Después de acompañar a las niñas, me quedé en la cocina lavando un vaso. Mis pensamientos eran un caos. Él apareció detrás de mí, en silencio. Sentí su presencia antes de escucharlo.

—Hoy estuviste distante —murmuró.

—¿Y tú no?

Dejé el vaso a un lado y me sequé las manos con torpeza. Me giré. Estaba más cerca de lo que pensaba. Y sus ojos… esos ojos que antes eran fríos, ahora estaban encendidos con algo que me desarmaba.

—Estoy cansada, Iván. No puedo con esto —susurré.

—¿Con qué?

—Con vos... con todo esto. —Mi voz tembló—. Me siento una impostora, y también una idiota. Porque sé que esto no está bien, pero no puedo evitar lo que siento.

No sé si fue el tono en que lo dije. O la forma en que me miraba. Pero entonces me besó. Y esta vez no fue nivel ni medido. Fue urgente. Fue como si su boca supiera todo lo que la mía había callado durante semanas.

Le responderé sin pensar.

Sin medir.

Sin permiso.

Sus manos en mi cintura me aferraban como si temiera que me desvaneciera. Las mías se aferraron a su cuello. Nos devoramos con hambre contenida, con la ansiedad de quien se muere por tocar lo prohibido.

Y cuando me alzó en brazos, no dije nada.

Cuando me llevó a su habitación, tampoco.

No hicimos ruido. Ni falta que hacía.

Fue lento. Fue torpe a veces. Fue imperfecto, como nosotros.

Y fue hermoso.

Nos desnudamos sin prisa, como si cada prenda cargara una historia, un peso, una decisión. Él me miró como si no pudiera creer que yo estaba ahí, frente a él. Yo temblaba. Pero no era miedo. Era algo más profundo. Era vértigo.

Y cuando, horas después, él me rodeó con sus brazos y me acunó contra su pecho, sintió que todo tenía sentido.

Por un instante.

Sólo por ese instante.

—¿Estás bien? —preguntó, con la voz ronca.

—Sí —mentí.

No por completo.

Porque una parte de mí quería quedarse ahí para siempre.

Y otra parte, la que sabía todo lo que habíamos cruzado, gritaba que esto era un error.

Él acarició mi pelo. Me besó la frente. Se quedó en silencio.

Yo no dormí.

Escuchaba su respiración pausada y pensaba en Elina. Pensaba en la mujer que yo reemplazaba en una mentira que ya no era tal. Pensaba en cuánto la habría amado él, y si acaso había dejado lugar para mí.

Pensaba en las niñas. En cómo se estaban encariñando con alguien que tal vez no se quedaría.

Pensaba en todo lo que podía salir mal.

Y aun así… me quedé.

Me aferré a su pecho como si fuera un ancla.

Porque aunque dolía, dolía bonito.

Al amanecer me levanté sin hacer ruido. Me vestí. Fui a ver a las nenas. Dormían enredadas entre sus muñecos. Les bese la frente.

Volví a la habitación y lo encontré despierto, observándome.

—¿Te arrepentís? —preguntó.

No respondí enseñada. Me senté a su lado, con las piernas cruzadas y el corazón en la garganta.

—No —dije al fin—. Pero tengo miedo.

Él me acarició la mejilla con los dedos.

—Yo también.

Nos miramos, vulnerables. Exhaustos. Felices y rotos a la vez.

Y en ese momento supe que habíamos cruzado un límite.

Ya no éramos empleada y jefe. Ya no éramos dos adultos encontrando un acuerdo.

Éramos algo más.

Algo que podía destruirnos o salvarnos.

Y lo peor… o lo mejor, según el cristal con que se mire… es que yo ya había decidido quedarme.




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