Propuesta del jefe

Capítulo 12: Silencios que queman

Capítulo 12: Silencios que queman

Llevábamos tres días sin hablarnos más que lo justo y necesario.

— ¿Falta leche?

-Si. Compré hoy a la tarde.

—Ailén terminó la tarea?

—La ayudé hace un rato.

Y así. Un intercambio de frases vacías, como si todo entre nosotros pudiera resumirse en listas de supermercado y deberes escolares. Como si mi cuerpo no se hubiera derretido bajo el suyo hacía apenas unas noches. Como si no lo soñara en silencio cada vez que apoyaba la cabeza en la almohada.

Pero él seguía igual. Frío. Medio. Impecable.

Hasta que esa noche algo cambió.

Estaba en la cocina, buscando mi taza favorita —esa que tenía una oreja rota pero que no podía tirar—, cuando lo escuché entrar. No hizo ruido, pero su presencia era inconfundible. Siempre lo era.

Tenía el saco colgado del brazo, la camisa desabrochada en el cuello y el pelo ligeramente desordenado. Parecía cansado, pero aún así… seguía siendo él.

Iván.

El hombre que fingia ser mi esposo y que, por una noche, habia dejado de fingir.

—No sabía que todavía estabas despierta —dijo, con voz grave.

—No podía dormir.

Él se acercó al estante y sacó una copa. Servirse vino a esa hora parecía un nuevo hábito.

—¿Vos? —preguntó, alzando la botella hacia mí.

—No, gracias.

Se apoyó contra la mesada, frente a mí. No hablábamos, pero la cocina se llenó de algo denso. Silencios largos, miradas cortas. El corazón me latía demasiado fuerte para estar haciendo nada.

—Las niñas se ven felices —murmuró de repente.

No sabía si hablaba por hablar o si intentaba tender un puente.

—Sí —respondí—. Y no quiero que eso cambie.

Él asintió.

—Tampoco yo.

Silencio otra vez.

—Anoche soñé con Elina —dijo, inesperadamente.

Mi garganta se cerró.

-¿Si?

—Era un sueño raro. No me hablaba. Solo me miraba. Como si supiera.

—¿Supiera qué?

Sus ojos se encontraron con los míos. No pestañeó. No bajó la vista.

—Que estoy empezando a olvidarla.

No supe qué decir. No debía decir nada. Él hablaba de su esposa muerta, y yo era la mujer que, por una noche, ocupó su lugar en la cama.

—No tenés que sentirte culpable por eso —susurré.

—No lo hago por mí. Lo hago por vos.

Me quedé paralizado.

—¿Por mí?

—Sí —dijo, dejando la copa en la mesada con un leve golpe seco—. Porque sé que te sentiste culpable. Porque te vi al otro día, esquivándome como si yo te hubiera lastimado.

Me quedé en silencio. Quise negarlo, pero no me salieron las palabras.

—No te estoy pidiendo nada, Emilia. Solo quiero que no huyas de mí.

—No estoy huyendo.

—Claro que sí —dijo, acercándose apenas. Solo un paso. Pero lo sentí como si me hubiera tocado—. Y te entiendo. Yo también quiero correr a veces. Pero vos no sos culpable de nada.

—Yo no quiero que pase.

—Sí, claro.

Mi pecho se comprimió.

—Pero no debería —dije, apenas en un hilo de voz.

-Perder.

Se acercó un poco más. El aire se volvió denso. Pude ver el cansancio en sus ojos, pero también algo más. Algo que no había visto antes.

¿Miedo? ¿Deseo? ¿Soledad?

—Las niñas… esto… es frágil —murmuré.

—No pienso romper nada —dijo, sin dejar de mirarme—. Pero si vamos a fingir que no pasó, al menos seamos sinceros en el silencio.

No supe cómo responder a eso. Solo bajé la mirada.

Él dio un paso atrás, como si supiera que había llegado al límite. Se llevó la copa y salió de la cocina sin decir una palabra más.

Y yo me quedé ahí, con la taza en la mano y el corazón latiendo como un tambor.

No me había tocado. No me había besado.

Pero juro que fue la noche más intensa desde aquella.




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