Protegiendo El CorazÓn (lady SinvergÜenza) | A.R2

XXII

FREYA

Era muy poco lo que podía disfrutar de las simplezas de la vida.

Desde muy pequeña había notado que ciertos aromas en el ambiente le hacían daño a su cuerpo, dejándole en un estado de constipación al punto de producirle una que otra fiebre sin importancia, cuando se empeñaba en no cuidarse como era debido.

Su madre le recalcaba lo importante que era su salud las veces que cayó en cama por culpa de su testarudez, pese a que no tenía el corazón para prohibirle correr por los jardines, y que recogiese todo tipo de flores que eran agradables a su vista, pero no para su sistema.

Después de reprenderle accedía a sus deseos, pese que al final tuviese que desvelarse para que su pequeño permiso no pasara a mayores.

Con el paso del tiempo se acostumbró a que el aroma en general de la naturaleza le hacía daño a su salud, pese a que solo le prestaba atención cuando ya no aguantaba la molestia en su nariz, o la tos que le venía con esta se hacía imposible.

Envidiaba un poco como las damas podían impregnar en su cuerpo toda clase de esencias, se aromatizaban con jabones y demás gracias a la extracción de la fragancia de las plantas, que en su caso podía tornarse algo letal si de su mente dramática se hablase, y lo había comprobado cuando su cuerpo se enrojeció e hinchó a causa de estos descartando la idea de oler a campo.

Con el tiempo deseo ser agradable para el olfato humano, pero la renuencia de su hermano era evidente.

No quería perjudicarle, y ella, aunque no lo aceptaba porque quería llamar la atención como siempre, en su interior lo entendida y accedía así fuera a regañadientes.

Cuando por primera vez le interesó el género masculino, su coquetería nata salió a relucir deseando dejar marca también con su olor particular.

¿Pero cómo hacerlo, si su piel se tornaba roja cuando de alguna manera le administraba una esencia proveniente de las flores?

Por más de que lo analizó al principio no le halló respuesta.

Hasta que un día, la idea que la haría más única llegó a su cabeza, después de que su hermano le trajese de uno de sus viajes a España una caja de bombones de chocolate, que se convirtieron en sus favoritos no solo por su sabor, si no por su olor.

El cacao en su máximo esplendor.

Era tan adictivo, y arrebatador que supo que se distinguía perfectamente con su persona.

Al principio no entendió cómo lograr que se convirtiera en su nuevo perfume, pero después de muchas averiguaciones encontró un lugar que accedió a su loca idea de hacer de un dulce algo de uso exclusivo, y diario.

Nadie tenía esa esencia tan inusual, imponiéndolo así, como su sello particular.

Pero, algo dentro de ella no dejaba de ansiar poder por una vez disfrutar sin restricciones de la naturaleza, pese a que no le gustaban las flores, ni su olor porque se le asemejaba a la muerte.

Poniéndola melancólica por el deceso de sus padres. Que ni con los años dejaba de doler.

Al igual que con el tiempo se le hicieron una creación insulsa y corriente, que a todo el mundo le gustaba.

Aunque tenía que admitir, que ver cada vez que visitaba a su amiga Ángeles, como Duncan la colmaba de atenciones y una de estas eran las rosas de todo tipo de colores, y especies la hacían estornudar, aunque no le quitaban el fugaz anhelo de poder tener tolerancia a esa creación del infierno, para ser igual de halagada por su prometido.

Era avariciosa.

Este no dejaba de procurarle.

¿Quién creería que la Lady más escurridiza de Europa, cada segundo se acostumbraba a la idea de que dentro de poco iniciaría una familia?

Su propia familia.

—Un chelín por tus pensamientos, dulzura —saberse acompañada de manera sorpresiva, hizo que brincara y gritase sin poder contenerse.

—¿Quieres quedar viudo sin siquiera haber dado el anuncio oficial? —riñó con la mano en el pecho, sin recomponerse por el susto que este le sacó —. En todo caso debiste informarme que llegaste, y no haberme dado aquel sobresalto —lo miró mal, mientras regulaba sus pulsaciones.

—Te veías tan hermosa con ese aire soñador y pensativo, que no tuve corazón para anunciarme —rodó los ojos porque sabía que esas palabras eran una mentira, pese a que aquello le aceleró de nuevo el corazón.

Él quería asustarle.

Y lo había conseguido.

Pero, ni por eso pudo evitar sonreír.

Desde que se había iniciado el cortejo decidió llenarle de atenciones, y regalos, la mayoría no los había aceptado porque no le gustaban las cosas materiales, pero de que era especial no quedaba duda.

Lo que más apreciaba eran los momentos vividos, y las palabras dichas.

No promesas.

Era más el poder conocer ese lado de las personas, que poco sacaban a relucir, pero que él se lo facilitaba como si fuese una puerta a su disposición, dejando entrar un poco de luz, para que pudiese entender aceptando todos, y cada uno de sus temores.

—Estás loco, Adler —negó tratando de parecer enojada, aunque por dentro se divertía a la par que se derretía con aquella sonrisa, que poco a poco se convertía en su debilidad.

—Me temo, que has logrado de alguna manera influir en mí actuar y decidí darte una sorpresa —¿Qué dijo?

—Amo las sorpresas —exclamó con una sonrisa de niña en el rostro aplaudiendo, ya recompuesta mientras miraba sus brillantes ojos y como se mordía el labio sonriendo sin decir nada —¿Y mi sorpresa? —apremió con un puchero que provocó que negara divertido —. Si me estas mintiendo te lo hare pagar —le amenazó entornando los ojos, mientras el reía por sus ocurrencias.

A ella no le parecía gracioso.

—La paciencia es un don con el que pocos nacemos —ella visiblemente no lo portaba.

—Yo nací con todo menos paciencia —se cruzó de brazos enojada, recordándole uno de sus perfectos defectos.




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