Protocolos de excepción

Prólogo

Dicen que todo en el Aurora Institute tiene un protocolo.
Una forma, una secuencia, una razón.
Hasta el silencio.

Allí, incluso el aire parecía calibrado: medido, exacto, obediente.
Las luces se encendían con un pulso matemático. Las máquinas respiraban con discreción.
Y los cuerpos —esos mapas imperfectos que llegaban buscando respuestas— se rendían ante la precisión de los algoritmos.

Yo también solía creer en eso.
En la precisión. En la lógica. En los márgenes de seguridad.

Hasta que él apareció.
Con su café amargo, su calma improbable y esa forma de hablarle a las máquinas como si tuvieran alma.

Gabriel Arancibia llegó al Aurora con la misma naturalidad con que alguien abre una ventana en una sala estéril.
Su tarea era mejorar la eficiencia de CERES, nuestro sistema de inteligencia diagnóstica.
La mía era no perder la mía en el intento.

Nadie te prepara para el día en que la rutina cambia de latido.
No hay manual, ni protocolo.
Solo una certeza absurda y luminosa: que algo que no debía ocurrir… ya está ocurriendo.

Y lo peor —o lo mejor— es que no hay botón de “anular cambios”.

A veces me pregunto cuándo empezó.
¿Fue en el laboratorio, cuando corrigió un error que juraba inexistente?
¿O en esa mirada rápida, demasiado rápida, que no debí notar?
Tal vez fue antes, mucho antes.
En el instante en que el Aurora respiró distinto, y yo con él.

Nunca supe diagnosticar mi propio corazón.
Pero si algo aprendí en este lugar es que toda excepción tiene un motivo.
Y esta —esta historia— no fue la excepción.




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