Protocolos de excepción

Capítulo 1

Mi máquina de café murió con una dignidad que yo no tuve. Hizo un suspiro mecánico, exhaló un olor a tostado triste y me dejó mirando el reflejo de mi cara en el acero. La toqué como si el cariño resucitara aparatos.

—Inte nu, snälla.
(No ahora, por favor.)

Nada. Silencio. A veces los objetos entienden demasiado bien la metáfora.

Me puse el abrigo, guardé la compostura en el bolsillo y me fui al Aurora Institute. Ese edificio tiene la calma de un hospital que se autolimpia: puertas que se abren con un susurro, pasillos que huelen a nuevo, luces que no molestan. Me gusta porque es más honesto que la gente; si algo falla, pita, no sonríe.

—Te ves peligrosa —me dijo Erik, el tecnólogo más puntual que conozco, sin apartar la vista de su consola.

—Estoy en fase pre-café —respondí—. Nadie está a salvo.

Sigrid, la residente, apareció con una carpeta abrazada como si fuera un gato.

—Doctora, hoy llega el consultor de IA —informó, brillándole los ojos—. Dicen que su modelo ve lo que se esconde.

—Ojalá vea dónde no poner los codos —dije—. Y que entienda distancias.

Abrí el PACS, la lista de pacientes se acomodó como piezas ordenadas: control oncológico, neuro, abdomen con contraste “urgente” (palabra que aquí no se usa en vano). Apreté la mandíbula. Hoy no era día para improvisar; tampoco para turistas tecnológicos.

La reunión fue en la sala de juntas: mesa de madera clara, paredes de vidrio, esa luz limpia que vuelve todo sincero. Linn saludó con su inclinación mínima; Erik tomó asiento con un cuaderno que nunca necesita, porque recuerda como una máquina. Yo repasé mentalmente lo que iba a decir si el consultor prometía milagros. “No”, preferiblemente con una sonrisa.

Entró con una bolsa de papel y una presencia que parecía saberse el camino. Alto, abrigo oscuro, cicatriz breve en la ceja, barba de dos días, voz grave que redondea las erres como si las acariciara. Gabriel Arancibia.

—Buenos días —dijo—. Traje medialunas. Me dijeron que acá respetan los ritos.

—Sobre todo los funerales —contesté—. El de mi cafetera fue hoy.

Sonrió primero con los ojos y después con la boca, lo cual ya dice demasiado de una persona.

—Lo siento —dijo—. Podemos dedicar una a su memoria.
Dejó la bolsa a un lado, abrió su laptop y proyectó: CERES, su criatura. Curvas de precisión, mapas de calor, ejemplos, calibración por allá. Habló sin vender humo.

—CERES no reemplaza —dijo—. Sugiere. Aprende patrones, se equivoca razonable, mejora con datos buenos.

—Aquí no hay “bonito” ni “razonable” —repliqué—. Hay útil o no útil. Y silencio cuando no sabe.

—Perfecto —dijo, y lo dijo como quien acepta una norma que ya hacía propia.

La reunión fue precisa. Nadie tropezó con adjetivos. Cuando los demás se dispersaron, él acercó la bolsa dos centímetros.

—¿Medialuna?

—Queda en cuarentena ética —respondí—. A las doce investigamos su inocencia.

—A las doce —asintió, como si fuera una cita. No lo era. No debía serlo.

Quise que todo terminara ahí, pero el día tenía planes más ambiciosos. Lo llevé a RM. Al entrar, Karin, sesenta y dos, apretó las manos sobre el abdomen.

—Va a escuchar ruidos fuertes —le dije por el intercom—. Ninguno muerde. Yo estaré con usted.

Gabriel miró sin invadir. Sus manos se quedaron a una distancia exacta del mouse, al borde del gesto correcto.

—¿Puedo? —preguntó.

—Si te acercas a la pantalla y no a mí, sí.

Se rió, en silencio. Ajustó la ventana; el mapa de difusión cobró relieve.

—Ahí —dijo.

—Ahí —respondí.

Karin respiró acompasada conmigo. La secuencia salió limpia. En la camilla, la inquietud se le bajó a los hombros. Al terminar, agradeció como se agradece a un puente: sin adorarlo, pero reconociendo que te salvó del río.

—Sos buena con la gente —observó él cuando apagamos el intercom.

—La gente viene asustada —repliqué—. El trabajo es decir la verdad con guantes.

—¿Y con vos quién usa guantes?

—Yo.

Asintió. No insistió. Punto a favor.

Más tarde, en mamografía, Marta, cuarenta y nueve, sonrisa valiente y esa mirada que pide que todo termine bien, pasó a la placa como una bailarina disciplinada. El primer estudio coincidió con lo que mi ojo ya había marcado. El segundo, no tanto: CERES se enamoró del ruido de piel.




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