Protocolos de excepción

Capítulo 3

La máquina volvió a zumbar. No era ruido técnico, era el tipo de sonido que te hace pensar que el mundo respira a través de cables. Erik me miró con esa calma que precede a la catástrofe y soltó:
—Tiene un pequeño capricho.

—Inte idag, tack.
(No hoy, por favor.)

El zumbido insistió. Yo no. Preferí fingir control. Y justo entonces apareció Gabriel, con ese aire de quien trae una llave inglesa en el alma.

—¿Problemas? —preguntó desde el marco de la puerta, sin cruzarlo. Siempre espera a que le digas que puede entrar, como si leyera protocolos invisibles.

—Nada grave —mentí—. La máquina decidió tener personalidad.

—A veces es útil dejarla que se exprese —dijo, y sonrió con esa mitad de cara que no necesita permiso.

Entró. Su perfume se mezcló con el aire frío del laboratorio. Revisó cables, pulsó un botón, inclinó la cabeza. Cuando se concentraba, fruncía la boca como si estuviera a punto de besar la idea correcta.

—Acá está —murmuró—. Era un conector flojo.

—Lo sabía.

—No lo sabías. Pero me gusta tu fe.

Le lancé una mirada afilada. Él rió. El sonido fue breve, pero hizo que la sala pareciera menos estéril.

La máquina se estabilizó. Probamos. Todo volvió al orden. Me crucé de brazos.
—Gracias.

—De nada. Aunque te confieso algo: creo que me gusta cuando te enojas.

—Eso es un problema de criterio.

—Lo sé —dijo, y no se disculpó.

Elisa, nuestra paciente, entró justo a tiempo para evitarme seguir la conversación. Tenía las manos frías y el miedo organizado. Le expliqué los pasos con calma, y ella me creyó. CERES observó en silencio.
Cuando la imagen apareció en la pantalla, había una sombra que no sabía si era ruido o secreto. La señal parpadeó. Mi respiración también. Gabriel la notó.

—¿Ves algo? —preguntó.

—Todavía no. Y si lo veo, no lo digo en voz alta.

Su silencio fue una forma de respeto.
Apreté el control. La secuencia respondió. El borde dudoso se volvió una línea dócil. El día podía continuar.

Después de despedir a la paciente, Sigrid me miró como quien asiste a un episodio nuevo de su serie favorita.
—Lo miras distinto, doctora —dijo en voz baja.

—Miro igual que siempre.

—No. Ahora… enfocas distinto.

—Tyst, Sigrid.
(Silencio, Sigrid.)

Ella sonrió. A veces la juventud tiene demasiado tiempo libre para notar las cosas.

Pasamos el resto de la mañana entre informes, ajustes y silencios funcionales.
Gabriel estaba allí, sin molestar. Ni lejos ni cerca. Simplemente… ahí.

A mediodía, mientras todos bajaban a la cafetería, él me siguió hasta la sala de lectura.
—¿Quieres comer algo? —preguntó.

—No. Estoy bien.

—Mentís mal.

Lo ignoré, o fingí hacerlo. Él apoyó un vaso de agua en mi escritorio.
—No traje medialunas. Estoy intentando mejorar mi reputación.

—Fracaso inminente.

—Lo sé. Pero el café de mañana va a ser histórico.

No supe por qué esa promesa tan pequeña me dolió en la garganta.

Me concentré en los informes. Él en su laptop. Por momentos olvidaba que no estábamos solos. Por otros, me daba miedo olvidar que sí lo estábamos.

—Tu modelo está aprendiendo rápido —le dije, sin mirar la pantalla.

—Y yo también —contestó.

Esa frase se quedó flotando entre nosotros, cargada, como si ambos supiéramos que hablaba de otra cosa.

La tarde trajo una reunión con el Comité de Ética. Largas explicaciones, fórmulas, evaluaciones. Gabriel habló poco. Yo, lo justo. Nos autorizaron a continuar.
Al salir, el pasillo se sentía más estrecho que nunca.

—¿Y ahora? —preguntó.

—Ahora seguimos trabajando.

—No me refería a eso.

—Herregud.
(Dios mío.)

Él se rió.
—Lo tomé como un cumplido.

El ascensor nos tragó en un silencio incómodo. Yo miraba las luces; él, el reflejo de mi cara en las puertas metálicas. Cuando se abrieron, quise decir algo que lo pusiera en su sitio, pero se me escapó otra cosa.

—No cambies el café de marca.

—Jamás —dijo.

Nos separamos en el vestíbulo. Pensé que el día había terminado. Estaba equivocada.




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