El Aurora tenía un silencio distinto aquella mañana.
Ni el ascensor sonaba igual. Ni el café. Ni yo.
Sigrid llegó con su alegría habitual, esa que parece salida de una película donde la gente siempre sabe qué decir.
—Doctora, ¿durmió? —preguntó con un brillo que no admitía mentiras.
—Lo justo —respondí.
—Pues se nota que soñó con algo bueno.
—¿Por qué?
—Porque sonríe sin darse cuenta.
Negué, pero lo cierto es que sí estaba sonriendo. No por el sueño. Por el recuerdo.
Gabriel no había llegado aún. Y eso, de algún modo, ocupaba más espacio que su presencia.
El día traía una agenda imposible: cierre de reportes, revisión de CERES, propuesta de contexto y la supervisión de Dirección a mitad de jornada.
Un jueves perfecto para fingir que nada duele.
—Lugn, Iris. Lugn.
(Tranquila, Iris. Tranquila.)
El ascensor se abrió, y ahí estaba.
Sin decir nada, solo con esa manera de mirar que parece conversación.
—Llegué temprano —dijo.
—Lo noté.
—Traje el café.
—Lo esperaba.
Y así, con dos frases y una taza, se restableció el equilibrio frágil del universo.
La sala de juntas se llenó de murmullos: Erik con su laptop, Linn repasando gráficos, Sigrid en modo radar, y Hugo fingiendo que solo venía a “revisar datos”, cuando en realidad buscaba a Sigrid con la mirada.
El ensayo de CERES comenzó bien. Demasiado bien. Y eso siempre me preocupa.
Hasta que un gráfico salió del guion: una curva desplazada, una sombra persistente.
—No era así ayer —murmuré.
—No —confirmó Gabriel, inclinándose hacia la pantalla—. Es un glitch.
Sus manos se movieron cerca de las mías.
Demasiado cerca.
El calor ajeno puede ser más nítido que el de una lámpara.
—Ya está —dijo, al corregirlo.
—Gracias.
—No me agradezcas todavía —añadió—. Creo que acabo de romper un protocolo.
Levanté la vista.
—¿Cuál?
—El de mantener distancia.
No respondí. Tampoco me moví.
El mundo entero pareció encogerse hasta caber entre esa frase y mi respiración.
Linn golpeó suavemente la mesa con su pluma.
—¿Podemos continuar? —preguntó con la inocencia menos inocente del Aurora.
Seguimos.
Pero la línea entre los datos y el deseo ya se había trazado, y no era de calibración.
Durante el almuerzo, Sigrid no disimuló su euforia.
—El doctor Hugo tiene sentido del humor, doctora. Y un lunar perfecto en el cuello.
—Eso suena a informe médico —dije.
—Suena a cita —corrigió.
—Ten cuidado con los diagnósticos prematuros.
Gabriel, desde la otra mesa, escuchó sin escuchar.
No levantó la mirada, pero sus dedos golpearon el vaso tres veces.
Como si algo dentro de él llevara su propio código Morse.
Por la tarde, mientras revisábamos el informe de Nora, la conversación tomó un desvío inesperado.
—Te lo pidieron de Dirección, ¿verdad? —preguntó él.
—Sí. Quieren la propuesta final.
—¿Y si no estoy?
—No lo había pensado.
Mentira.
Llevaba pensándolo desde anoche.
—Podrías hacerlo sola —dijo.
—Podría. Pero no quiero.
Sus ojos subieron desde la pantalla hasta los míos con una lentitud que me desarmó.
—No me digas eso si no lo vas a sostener —murmuró.
—Lo sostengo —respondí.
Y fue la primera vez que ninguno necesitó hablar más.
El aire se cargó de esa clase de silencio que hace ruido en la piel.
No era romántico. Era clínico. Preciso.
Un diagnóstico de dos palabras: riesgo vital.
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Editado: 09.10.2025