Anabel era una chica sencilla de unos veinti-pocos años. Delgada, de estatura media, pelo castaño que caía en ondas salvajes sobre su espalda, ojos miel... Nada fuera de lo común si no la conoces pero lo cierto es, que tras esa aparente normalidad, se esconde una chica risueña, bromista, alocada y algo pervertida.
Anabel volvía a casa por la ruta de siempre, pero no sabía que aquel día iba a ser distinto. El semáforo estaba en rojo y una voz que reconocía a la perfección la saludó.
—¿Ana? ¿Anabel? ¡Cuánto tiempo!—La saludó David, su ex-novio. De todas las personas de la ciudad tenía que encontrarse con él. Ya hacía un par de años que no lo veía. Daba igual, no había cambiado mucho.
—¿Qué quieres David?—Le respondió en tono serio ella. Su último encuentro no había sigo el mejor de todos, ni si quiera se acercaba a un momento bueno. Había sido horrible pero en el fondo se lo agradecía, aquella noche cometió la mejor estupidez de su vida y gracias a ellos ahora estaba donde estaba.
—Saludarte. Bueno, también hablar contigo, pero nunca me cogiste el teléfono, ni me respondiste los mensajes... Por cierto, enhorabuena por lo del bebé.—Sonrió y se quiso acercar pero ella retrocedió.
—No me toque David, hiciste suficiente mientras estábamos juntos. No me he puesto en contacto contigo porque no tenemos nada de qué hablar, así que ahora déjame en paz.
—Anabel...—Intentó volver a acercarse él pero la chica volvió a retroceder. Ya no estaba en la acera.—¡Ana cuidado! ¡Estás en la carretera!—Le gritó acercándose de nuevo. Ella, sin escuchar sus palabras retrocedió más. Al darse cuenta del significado que conllevaba aquella frase se giró, en la esquina de la calzada cuando el ciclista la arrolló. El golpe no que se dio contra el suelo no había sido fuerte, pero la colisión frontal sí. Nadie la movió. Llamaron a una ambulancia y esperaron mientras David se iba cual cobarde.
DOS HORAS MÁS TARDE
Anabel estaba en el hospital. Le habían hecho el chequeamiento rutinario en caso de accidente y Jared, su novio, ya estaba con ella. No había daños físicos pero sí emocionales. Tan solo con ver el interior de la habitación desde la pequeña ventana de la típica puerta blanca podía percibirse ese aire tristón. En el ambiente se percibía rabia, impotencia, culpa... El silencio era tan absoluto que hasta hacía que escalofríos te recorrieran la columna. Ambos habían perdido al bebé.